Miles de aficionados reclamaron libertad desde los tendidos
-Fotografía INÉS BAUCELLS-
¿Cómo puede morir este arte?
Andrés Amorós
Inolvidable resulta la penúltima corrida de la Monumental. Por las calles de Barcelona se llevan a hombros a Morante, El Juli y Manzanares. El público sale borracho de arte: ¿cómo se lo pueden perder, desde pasado mañana? Magritte hubiera dicho: «Esto no es una corrida de toros». En principio, no es una corrida sino un funeral de «cuerpo presente» (como el de Ignacio que cantó Lorca), un réquiem por la Fiesta. Asistimos con un nudo en la garganta: gritos de «¡libertad!», banderas, pancartas con artículos de la Constitución... Luego, además, resulta una corrida verdaderamente extraordinaria.
El Juli ha tenido una tarde redonda, completa. En el segundo, el más noble, aplica su receta infalible: técnica, reposo, mando, lucidez. Mete al toro en el engaño, consigue muletazos que ponen al público de pie, se adorna para mostrar su absoluto dominio. Mata con decisión: dos orejas.
El quinto es más incierto. Por eso, el trasteo, menos brillante, tiene más mérito: después de dominarlo por bajo, aguanta parones, alarga las embestidas, arranca series de naturales que parecían imposibles. Faena de gran lidiador, que, además, piensa delante del toro y tiene casta. Otro estoconazo: oreja y le piden la segunda, que no sé por qué no se concede. En el tercero, Trujillo, muy valiente, saluda en banderillas. En la muleta, va largo, se mueve . Los derechazos de Manzanares, acompañando con el cuerpo, levantan clamores. Por la izquierda, le pone los pitones en la cara. Lo encela, aguanta y, al tercer muletazo de cada serie, acompaña la embestida con gran cadencia. Se empeña en recibir y lo consigue: dos orejas (la segunda, algo benévola).
En el último, saluda esta vez Curro Javier en banderillas. José María lo brinda al público, corre la mano con enorme facilidad. Compone la figura majestuosamente, sin amaneramientos; engarza tres muletazos en uno solo, llevándolo cosido a la tela. Se atraca al matar recibiendo: otras dos orejas.
Morante tiene menos fortuna en el sorteo. Sin probaturas, recibe al primero con hermosas verónicas. Es un toro encastado, con genio. Se dobla bien José Antonio, aguanta en derechazos y naturales pero, como no logra someterlo, corta: trasteo clásico, con sabor. No se entrega al matar.
El cuarto es pegajoso, huido, se queda corto, no se entrega en el capote. Morante se lo enrosca en chicuelinas arrebatadas. Faena de castigo, a la antigua usanza, pero el público actual no sabe ver eso. Se aflige al matar, se eterniza con el descabello y lo abroncan. En el sexto, dibuja el quite del perdón: una media, prodigiosa, parece quedarse colgada, en el aire... Pide el sobrero, de Juan Pedro, bravito, justo de fuerza. Las verónicas de recibo son literalmente extraordinarias; buenas, también, las del quite. En el escalafón actual, nadie maneja así el capote. El público toca palmas por bulerías. Banderillean los tres matadores. Luego, José Antonio parece dormirse, al muletear: no cabe más naturalidad, más suavidad, más temple. Concluye con naturales de frente, afarolados, adornos... La gente, enloquecida, no se ha sentado. Mata con eficacia y acompaña a sus compañeros en la triunfal salida a hombros. Antes del final, hemos saboreado el arte auténtico. A punto de marchitarse una rosa, «deja el agua olorosa, / rosada, que más vale» (don Sem Tob). Todos estamos borrachos de belleza, de emoción.
El arte —decía Valle-Inclán— no se acaba nunca porque nos ayuda a pasar el invierno. Por culpa de los políticos que ellos, mayoritariamente, han votado, los catalanes se quedan a la intemperie. Les queda — a ellos y a todos los que hemos tenido la fortuna de vivir esta tarde— el recuerdo.
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