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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Antonio “El Rubio” y su casta / por Joaquín Albaicín


"...Escucho cantar a Antonio El Rubio y, durante quince minutos, vivo en una burbuja, fuera del tiempo, como quien contempla a un unicornio entonando un cuento de hadas en el corazón del bosque umbrío, pendiente sólo de la delicadeza y el gusto con que engarza en el dorado anillo el cante de Levante, del sentimiento con que da cuerpo al fandango –estandarte de su dinastía- y el gitanísimo sabor con que redondea la soleá..."


Antonio “El Rubio” y su casta

Foto: José Luis Chaín
Ya en los años 60 y avanzada siempre la madrugada, muchos flamencos en despunte (Camarón, Juanito Villar, El Güito, Ramón El Portugués) o consagradísimos (tal que Faíco o Bambino), así como los más célebres artistas del toreo (Camino, Curro Romero, El Viti) gustaban de dejarse caer por el chalet donde, en los alrededores de Madrid, vivía entonces Antonio El Rubio, anticuario de La Línea afincado en la Corte, atraídos por el embrujo y la enjundia de su cante. El suyo era el eco más apreciado por las gargantas flamencas y allí, en su casa, cortó el mismísimo Camarón muchos de los mimbres de su estilo entonces en embrión.

El tiempo ha corrido y El Rubio es ahora un hombre de edad majestuosa, uno de esos gitanos arquetípicos, dueños de un reloj con ritmo propio y que llevan bastón más para que el bastón pueda apoyarse en ellos que al revés. Ha dado nacimiento a una saga cantaora y conserva en el pecho y en perfecta maceración ese toque mágico que convierte sus quejidos en algo diferente, en un caro y exquisito vino fuera de catálogo.

Por fuerza su recital del viernes en la Sala García Lorca de Casa Patas había de ser un suceso especial, y, como era de esperar, la terna anunciada puso el cartel de No hay billetes. Allí estaban algunos de los antaño jóvenes frecuentadores de su vivero (su hijo Miguel, Ramón El Portugués, Cancanilla de Málaga) y bastantes pintores: Antonio Maya, su hijo Jerónimo, Juan Correa –cuya obra más reciente cuelga de las paredes de la Marlborough- y Antón Lamazares, quien nos evocó en el descanso la gran y ya lejana faena en Pontevedra de Pepe Luis hijo. Acompañó al Rubio la guitarra siempre entonada, torera y al quite de uno de sus varones, Camarón de Pitita (de quien José Monge fue padrino de pila) y completaron el cartel Charo y Luis, que no son los vástagos de su progenie más conocidos por el aficionado, pues apenas se han dejado ver como artistas más que en contadas ocasiones, pero que, por su buena casta cantaora, son siempre un as en la manga.

Con fe en el Destino, seguridad, gitano eco y aire bohemio y en medio de una gran expectación, rompió plaza Luis de los Rubios, recreando por tangos, bulerías y fandangos las preciosas letras que constituyen uno de los tesoros flamencos de su casa. En el aire quedaron dibujos y rúbricas para ser saboreados con atención y lentitud y enmarcados, como decimos, en rutilantes versos que no suele recoger el catón oficial.

En cuanto a su hermana Charo, ya su salida por soleá fue digna de toda una figura histórica de lo hondo, y lo decimos subrayado y con todas las letras. El timbre con que el cante resbala en su paladar, el desafiante acento con que lo recorta, lo doliente y a la par dulce de su quejido, convierten a Charo de los Rubios en uno de los valores en verdad de peso que en el cante femenino nos ha sido dado escuchar, tanto entre las que antaño fueron como entre las que hoy son. Ignoramos si es su propósito desarrollar una carrera en los escenarios o si la de esta noche ha sido una comparecencia puntual. Si fuese lo primero, no nos cabe duda de que a no mucho tardar se posicionaría entre los ecos y perfiles preferidos de la afición.

Llegamos a Antonio El Rubio, y sólo puedo decir que posee el don de sumirme, cada vez que canta, en un estado próximo a la hipnosis. Escucho cantar a Antonio El Rubio y, durante quince minutos, vivo en una burbuja, fuera del tiempo, como quien contempla a un unicornio entonando un cuento de hadas en el corazón del bosque umbrío, pendiente sólo de la delicadeza y el gusto con que engarza en el dorado anillo el cante de Levante, del sentimiento con que da cuerpo al fandango –estandarte de su dinastía- y el gitanísimo sabor con que redondea la soleá. Los melismas con que honró a la audiencia fueron pura quintaesencia, estrellas titilantes en el celeste manto desplegado en silencio para escucharle, y que, como aseverábamos, arropó las lumbres de una velada mágica cuyas reminiscencias flotarán durante muchos años entre las paredes de la García Lorca.

El listón quedó, pues, muy alto, pero en el Patas siguen apostando fuerte y este viernes emergerá de su camerino nada menos que Manuel Molina, otro artistazo con toda la barba. ¡Hagan juego, señores!

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