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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

jueves, 19 de enero de 2017

EVOLUCIÓN DE LA LIDIA DEL TORO BRAVO / por BENJAMÍN BENTURA REMACHA



Son muchas cosas las que han variado en un arte que, como todos los demás, superados lo clasicismos, está sujetos a una evolución lógica contando con que cada hombre es un mundo y cada toro una caja de sorpresas. Condiciona mucho el toro y hasta condiciona el que sir Alexander Fleming descubriera la penicilina y ya las curas de las cornadas no resulten tan dolorosas y sangrientas como cuando había que llenar la herida de gasas e ir sacándolas poco a poco para que no se cerrara en falso y se produjera la gangrena, la septicemia o una embolia gaseosa.

EVOLUCIÓN DE LA LIDIA DEL TORO BRAVO


BENJAMÍN BENTURA REMACHA
Siempre se ha dicho que en el toreo el que más influye es el toro, pero no estoy muy convencido de que, exhaustivamente, así lo sea. A lo largo de esta nuestra historia que comienza a mediados del siglo XVIII, antes fue otra cosa en el amplio mundo que nace con el arte rupestre y la mitología y culmina en el ejercicio caballeresco, han existido diestros que han roto con las normas anteriores, con las distancias, las alturas, las larguras o la intensidad y diversidad de las suertes. En mis tiempos jóvenes se decía que fulano codilleaba y así el torero aludido no lograba consumar los lances, ponía en peligro su integridad y las faenas pecaban de sucias y atropelladas. Hoy, por lo general, se acusa a los toreros de lo contrario, de despegar exageradamente el trazo en el lance o el pase y el cónclave docto parece anunciar una emigración de aves zancudas: pico, pico, pico. No se permite le mínima licencia. Hay que parar, templar y mandar. En la suerte natural, adelantar la pierna contraria en el cite, luego avanzar la de salida al tiempo de templar y dejar al toro en la espalda para que, sin girar sobre los pies, ligar el pase obligado que asiduamente es el llamado de pecho. Hay otro tipo de pases cambiados que perfeccionó un torero que en lo de la técnica fue un maestro, Domingo Ortega. Bueno, hubo otro torero que por una fractura de su codo izquierdo tuvo que recortar la suerte de ligar natural con cambiado, Santiago Martín “El Viti”, que, a la postre, toreaba igual por ambas manos y hacía del defecto virtud. 

Pero “Pepe Alameda”, en su tratado sobre “Los arquitectos del toreo moderno”, citaba a Manuel Jiménez “Chicuelo” como el máximo artífice del paso del toreo en ochos, sin girar las zapatillas, al toreo ligado al natural, en redondo, a partir de la faena del sevillano de la Alameda de Hércules al toro “Corchaíto” de Pérez Tabernero. En Madrid, naturalmente, porque ha sido siempre la capital de España la que imponía el estilo. Y, a veces, no era el mandato de los máximos doctores como Pedro Romero, Montes, “Lagartijo”, “Guerrita”, “Joselito”, Marcial, “Manolete” o “El Cordobés”. Podían serlo “Costillares”, “El Chiclanero”, “Frascuelo”, Fuentes, Belmonte, Pepe Luis o Antonio Ordóñez. Y me dejo por el camino otros nombres que tuvieron más significación técnica como Pepe-Hillo, que hasta firmó una “Tauromaquia”, Cúchares ( “el arte de Cúchares”), Cayetano Sanz, “El Gordito”, Reverte, Gaona y su maestro “Ojitos”, Félix Rodríguez, Luis Miguel o Paco Camino, porque este camero era redondo, como el apellido de “El Chiclanero” y su autorretrato, con el capote, la muleta y la espada. Con la espada yo le doy primacía a Rafael Ortega, que, aunque sufrió graves cornadas toreando, no lo fue nunca con la espada, al contrario que el llamado “Niño Sabio de Camas”. Hubo su rivalidad con el otro camero ilustre, Curro, pero, lo que decía Paco el día en que se alborotaban los duendes: “Ya vendrán otros vientos”. Tengo ese defecto: que me gustan muchos toreros de los muchísimos que he visto y de los que he adivinado y deducido por las fotos o las viejas películas, las de México de “Manolete” y Pepe Luis, y los modernos vídeos. No tengo ídolos.

La realidad es que el desarrollo de la corrida ha devenido hacia la monotonía. Antes, a la salida del toro, los que daban los primeros lances eran los peones de confianza del matador correspondiente. Lances por los dos pitones y ahí tiene usted al toro. Había toreros que empezaban a torear a dos manos y luego con una sola daban naturales con el capote y salían andando con la tela sobre el hombro, la larga cordobesa. ¿Cuánto hace que no hemos visto una larga cordobesa? Manolo Chopera, que además de empresario era un cabal aficionado, instituyó un premio para el torero que mejor torease a una mano con el capote en la Feria de San Isidro. En mis tiempos jóvenes no se sujetaba al toro en el burladero que Fernando Fernández Román llamaba de la primera suerte, el picador reserva ya estaba en el ruedo dispuesto a ejecutar el primer puyazo. Era el que se llevaba el tortazo más fuerte. En la suerte de varas, el picador tenía que manejar bien las riendas y procurar que el toro no se cebara en el peto mientras los banderilleros trataban de sacar al cornúpeto de la violenta reunión. La forma de picar actual tiene el riesgo de que, ante la necesidad de aquilatar los costes, se supriman el cincuenta por ciento de los toreros de a caballo. O más. Y es que en la mayoría de los casos asistimos a un simulacro. 

En el segundo tercio hay gente importante que se gusta y se afana por hacer las cosas bien. No hay que correr ni saltar. Las prisas son malas hasta para lo que algunos llaman el amor. Honrubia fue mejor banderillero al final de su carrera. Julio Pérez Vito fue fantástico siempre. Con el capote Bonifacio Perea “Boni”, que, como “Bojilla después, apenas ponía banderilla, “Miguelañez” en Madrid, y los más completos Chaves Flores, “Tito de San Bernardo”, Alfonso Ordóñez y “Michelín”. “Michelín” les decía a los preguntones sobre su forma de llevar a los toros enganchados a su capote, que le ponía una argolla a la punta de la tela y que la sujetaba en las narices del toro. Antes de todos los nombrados, los subalternos estaban más tiempo en el ruedo, atentos al quite oportuno, al capotazo de socorro. Pisaban las arenas muchos toros mansos y era imprescindible la brega. En casi todas las plazas había un puntillero oficial y los terceros no tenían que intervenir en este menester. Los que servían las banderillas o los torileros que abrían el portón iban vestidos de toreros, costumbre que se conservó en Madrid hasta hace poco y donde se han amoldado al sufrido y rural traje corto. De entre los rejoneadores lo ha desterrado Pablo Hermoso de Mendoza para competir en elegancia con los lusitanos, como suprimió las colleras, las carreras y los pechugazos en las barreras por los terrenos de dentro para purificar el toreo a caballo. Con el caballo hay que salir para las afueras. Hasta Curro Meloja, que le llamaba a la actuación de los rejoneadores de entonces “el número del caballito”, hubiera admitido que el arte de Hermoso de Mendoza es lo más cercano a lo que conocíamos como arte venido de la vecina Portugal. ¿O el de Estella ha superado todas las previsiones?

En el tercio de banderillas quiero recordar que en mis tiempos jóvenes se usaba de la pirotecnia para cumplir la función avivadora de los palitroques, se suprimieron y me parece que fue el Reglamento de 1962 el que creo el garapullo de luto. Cuatro pares. Bueno, hace años que no he visto que se castigue a un toro con los cuatro pares infamantes. Cierto es que el toro se ha ennoblecido exageradamente pero no hasta el punto de que no hayan saltado a los ruedos de España durante la temporada una docena de mansos de solemnidad, adjetivo calificativo que daba categoría a la cobardía taúrica. Hay otro detalle que ha variado bastante respecto a lo que sucedía en el desarrollo de la suerte de varas. Hay cronistas que insisten en señalar el limitado terreno en el que se debe de ejecutar la en otros tiempos variada, emocionante y complicada suerte. Entonces había que contar con las querencias de los toros y llevarlos al lugar en el que embistieran con más ímpetu a los caballos y cambiarles de terreno si no respondían en las siguientes entradas. Claro que hoy pocos toros necesitan de más castigo que el del primer puyazo y pocos que marquen claramente sus preferencias. Es significativo que en los viejos tiempos eran los picadores los que sufrían más cogidas y ahora, afortunadamente para ellos, son muy pocos los que pasan por la enfermería. Y digo que afortunadamente porque a mí, que me gusta la fiesta española por su contenido sociológico, cultural y artístico, me llenaría de alegría que no hubiera ninguna cogida de torero de a pie o a caballo, matador o banderillero. He tenido la suerte de no vivir en directo nada más que una cogida mortal, la de un empleado de la plaza de Madrid en el callejón por el tendido 7, en una corrida en la que actuó Fermín Murillo. 

Son muchas cosas las que han variado en un arte que, como todos los demás, superados lo clasicismos, está sujetos a una evolución lógica contando con que cada hombre es un mundo y cada toro una caja de sorpresas. Condiciona mucho el toro y hasta condiciona el que sir Alexander Fleming descubriera la penicilina y ya las curas de las cornadas no resulten tan dolorosas y sangrientas como cuando había que llenar la herida de gasas e ir sacándolas poco a poco para que no se cerrara en falso y se produjera la gangrena, la septicemia o una embolia gaseosa. Y a pesar de todos los avances farmacológicos y el de la mecánica quirúrgica todavía se dan las cornadas mortales o las que imposibilitan la continuidad en el ejercicio de profesión que nace con el individuo.

Hay otras circunstancias que condicionan el devenir del toreo y en Madrid y Sevilla es donde más se nota. El puntillero era un empleado de la plaza, Agapito el último y más famoso y los Lebrija sevillanos. Había otro que también actuaba en Vista Alegre y que fue contratado por Luis Miguel para ir en su cuadrilla con la exclusiva función de atronar al astado. Quizá fue este antecedente el que forzó a suprimir los puntilleros de todas las plazas y que cada torero llevara en su cuadrilla a un banderillero, el tercero, que pone un par en cada toro y que luego se encarga de finiquitar la labor estoqueadora de su jefe. Fernando Sánchez, el de las patillas de hacha, Arruga, el recortador de Cariñena, y Emilio Fernández hijo, tres ejemplos de eficacia con los palos y con la puntilla. Pese a los lamentos de algunos que se llaman aficionados, no cabe duda de que en todas las ramas del toreo hay en estos momentos profesionales distinguidos. Media docena más con los palos y el capote, Rafael Perea “Boni”, hijo de Brígido y nieto de Bonifacio, ya jubilado, José Antonio Carretero, Trujillo, Mariano de la Viña, Ambel Posada y Curro Javier. Y un par de “Pirris”, de los muchos “Pirri” que ha pisado los ruedos. Y muchos otros que tienen que saber armonizar su natural dependencia al jefe de su cuadrilla y a la satisfacción de realizar las suertes con verdad y belleza. Sentir el toreo y transmitir ese sentimiento a los tendidos.

Lo que echo en falta muchas veces es la medida de las faenas. Ya sabemos que los avisos no son una censura sino el toque de atención del paso de un tiempo prudencial. Pero se trata de dinamizar el espectáculo, de no dar solo naturales y derechazos y acudir a la mera lidia, lucha, con el torero hondo y eficaz que prepare al toro para la estocada. Hace muchos años, Gregorio Sánchez mató en solitario y en Madrid seis toros en menos de hora y media. Ahora hay pocas corridas que duren menos de dos horas. Tiempos muertos, tejer y destejer en la lidia, paseos a la redonda con desesperante parsimonia y algunas cosas más. Y luego, tras el triunfo, el mismo señor que saca a hombros al héroe en Bilbao, Sevilla, Madrid, Zaragoza o Calatayud. Y con la misma camiseta de publicidad de un hotel de Santander. Me gustaría que el entusiasmo fuera general y no subvencionado. Mas afición activa.

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