Acaba de hacerse público un documental, “Salvar al Rey”, en el que Juan Carlos I aparece mostrando su auténtica naturaleza, y no rebozado en el almíbar de la leyenda democrática y constitucional empastelada de una épica de atrezo, de una ética de conveniencia y de una sobriedad más falsa que la castidad de un cardenal renacentista, que sus bufones periodísticos y sus juglares políticos le fabricaron ad hoc para darle al populacho un tótem sagrado que les permitiera a ellos convertir el Estado en una cueva de ladrones administrada por la incuria de una clase política tan rapaz como el Monarca que durante decenios han llevado a hombros como se lleva en andas a una Virgen, a un Santo y a un Cristo, con Luis María Ansón y Alfonso Ussía encabezando la procesión del Patio de Monipodio en su calidad de pajilleros reales y de guardianes palaciegos del botafumeiro de Juan Carlos I.
Ahora, los mismos costaleros que maquillaron sus felonías y que ocultaron sus delitos de cartera y sus pecados de bragueta, persiguiendo con maña y con saña a los que nos atrevíamos a denunciarlos desde las páginas de El Alcázar, son los que aparecen en el documental contando lo que sabían y callaron prudentemente para engordar sus carreras y sus carteras convenientemente, mientras, eso sí, nos fusilaban a salivazos y nos condenaban a la precariedad y a la pobreza de solemnidad a los que nos negamos a callarnos, denunciando antaño lo que ellos proclaman hogaño, sin pudor y sin miedo porque ya no se juegan nada.
El documental “Salvar al Rey” es una puñalada sin tiempo para despedidas, tal cual lo fueron las que sus protegidos le propinaron a Julio César y las que Juan Carlos I le asestó, después de muerto, por su puesto, al Generalísimo Franco, el César que a él le sentó en el Trono de España. Apuñalar en vida a tu mecenas y mentor, como hicieron Bruto y sus secuaces, es ser un auténtico hijoputa esférico, pero apuñalar el cadáver del César al que todo se lo debes, como hizo Juan Carlos I, es algo que perturba, espanta y horroriza a la moral y a la ética, antes y después de Cristo. Para perpetrar tamaña vileza no basta con ser un hijoputa esférico... hay que ser un Borbón. Y Juan Carlos es un Borbón esférico.
Comenzó su reinado abandonando y entregando la provincia española del Sahara, dejó que colmaran de mierda, de insultos y de mentiras el nombre, la obra y la memoria del Generalísimo Francisco Franco, traicionó a todos sus hombres del 23-F, y de felonía en felonía atesoró una fortuna tan colosal como opaca, a la que su hijo ha renunciado públicamente rubricando con el gesto la suciedad de esa herencia. Hizo de su bragueta el más alto cometido de su reinado y se folló a las cortesanas vocacionales, a las aficionadas, a las profesionales y a todas las golfas que le encelaban la entrepierna y le jaleaban la lujuria. Y todo eso se cuenta en “Salvar al Rey” sin un “colorín, colorado, este cuento se ha acabado” como epitafio, porque hay más, mucho más.
De momento no hay castigo, salvo una suerte de exilio dorado y pactado. Pero como bien afirmaba Cicerón: “El destierro no es un castigo, sino un puerto de refugio contra el castigo”. El auténtico castigo no lo sufre Juan Carlos I, lo padece el pueblo español que sólo es buen vasallo cuando hay buen Señor.
Suscribo y felecito a D. Eduardo su descripción brillante y abreviada de una "transición",como calificarla, pues, de levadura de una corrupción ya latente desde los años 70.
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