José Campos entre libros y afiches taurinos / JOSÉ RAMÓN LADRA
El escritor y profesor, incondicional de Antoñete, valora al toro más difícil y entiende que en la enseñanza la tauromaquia se muestra de forma peyorativa
JOSÉ CAMPOS, EL HISTORIADOR QUE VIO MORIR AL YIYO
Jesús Nieto Jurado
ABC/Madrid, 01.01.2025
José Campos Cañizares, doctor en Historia, abre la noción de verdad, la ha estudiado desde los orígenes mismos de la Fiesta, pero, lejos de sentarse en un trono en el que pontificar a media voz, tiene una noción de la tauromaquia que ha estudiado con la delectación académica que permite este arte tan ligado a España.
Una visión que hay que defender, quizá porque, más allá de los debates, en todo lo hispano está el toro y erradicarlo es un error sustancial: en el sentido filosófico de sustancia. Es ésta una apreciación que no es del entrevistado, pero que bien pudiera firmar alguien a quien los alumnos más exóticos escuchan con placer cuando explica la tauromaquia.
Una charla con él es el recuerdo de aquella tarde de la «Feria de Otoño de 1981» en que los carteles llevaban a «Manolo Vázquez, Antoñete y Curro Romero».
No olvida a «ese quinto toro», de Juan María Pérez-Tabernero que se le quedó grabado en esa parte de la memoria que conecta con lo divino. Porque el maestro Chenel fue su maestro de energías, que decían los poetas de sus semejantes. Y siguió a Antoñete con los afanes de antaño, algo que ya, años después, sólo le ocurrió con «César Rincón».
Campos Cañizares, que ha sido docente universitario hasta en Taiwán, además, estuvo en la fatídica muerte del Yiyo en Colmenar Viejo, en aquel viaje a otra dimensión del diestro. Allí, nuestro perfilado fue consciente, en lo que tarda en llegar un ángel (y nunca mejor dicho), que «esto (la tauromaquia) no merece la pena». Un pensamiento efímero que le reivindicó en que «la muerte está ahí», y que un conjunto de los azares más negativos conducen al mármol frío y al grupo escultórico de Luis Sanguino junto a Las Ventas.
Vio la escena. Vio cómo el matador «murió sobre el estribo». Momento exacto y luctuoso de la historia del toro. Y estuvo, lo que da ya más temblores a quien firma esta entrevista.
Insiste José Campos en que ese pensamiento en el que redujo la tauromaquia a algo sin sentido fue una reflexión momentánea, fruto de los nervios. Porque cogidas ha visto muchas, pero muy pocos estuvieron en Colmenar Viejo aquella llorada tarde de verano, un treinta de agosto del año de gracia/desgracia de 1985. Y quien estuvo, no quiere remover esas arenas del pasado, las más proclive a maldiciones, brujerías y supercherías varias venidas de cuando Paquirri no pudo llegar a Córdoba, donde ya escribió Federico que la muerte mira desde sus torres.
Ensayista, al calor y a la propia esencia del género reportajeado que vamos escribiendo, no tiene tiempo ni espacio para dar una definición a lo que entendemos como «la verdad», un sustantivo que, en este negociado del toro, entiende como algo «demasiado concluyente». Aun así se arriesga con un apotegma feliz; el de que «la verdad es la que sustenta la tauromaquia». Y sí, da sus espacios «a la técnica», pero aquí otra frase certera define toda una concepción del mundo: «La técnica es un arma que puede superar la belleza. O eludirla». Pura dialéctica sana del toreo.
Sin faroles de emoción pero viendo los festejos de Madrid, entiende que hay, hoy mismo, «una época ascendente del toreo». Que entre «tanta propaganda» a favor o en contra, «son los jóvenes los que por sí mismos quieren conocer el contenido y el arte». Sin mediadores interesados. Esa posición conduce indefectiblemente a otra: la pedagogía de la tauromaquia.
Curiosidad cultural
Más que controla él, nadie, en su doble condición de enseñante en la secundaria y la universidad. Aquí, en cómo explicar el toro, sabe que, o «no se toca», o si sale y se toca «se hace de manera negativa». Que el docente que introduce una mera mención a la Fiesta para que se comprenda «se arriesga» delante del encerado. Una consecuencia directa y perversa.
«En Taiwán», cuando explicaba allí a 'españolear', el alumnado «dejaba hablar» sobre los toros. Sentían los taiwaneses una «curiosidad cultural por algo propio de la cultura española» que había por lo menos que entender. Y el entendimiento, ya se sabe, puede ser previo al respeto. Ya lo decía Leonardo Da Vinci: «El placer más noble es el júbilo de comprender».
En eso radica el discurso, la parla con el profesor, de la que se elude el caso Urtasun que anda llenando plazas y mentarlo es darle publicidad al ministro. En una de estas plazas, Las Ventas, José Campos es feliz por acudir a un templo.
O lo que es lo mismo. Que tenemos en las coordenadas 40°25′55.5 de latitud norte y 3°39′47.8 de longitud oeste «el punto de referencia máximo de la tauromaquia». Y la razón es muy evidente. El público de Madrid, el «aficionado de Las Ventas, no es que sepa más, es que ve más». Y gran parte de los madrileños amantes de la tauromaquia «no se pierden ningún festejo».
En el toro, como en la existencia, acaso existen cuatro nervaduras fijas en el criterio, pero la visión parcial puede varias. Campos, en este tiempo, valora hoy al matador que se «enfrenta al toro más difícil».
En su terna soñada de ahora entran Fernando Robleño, Juan Ortega y Borja Jiménez, que, a juicio del autor de 'El toreo caballeresco en la época de Felipe IV. Técnicas y significado socio-cultural', es a quien «hay que seguir por su hambre de triunfo».
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