HOTELES "TAURINOS"........VISITA A LA MINISTRA
Por Joaquín Albaicín
Escritor y aficionadoEn Sevilla, los medios de comunicación se refieren con rutinario énfasis a cierto hotel, abierto desde hace muchos años a un paso de su casco histórico, como el “taurino por excelencia” de la ciudad. Eso sería en 1980 y tantos. Entonces, sí. Hoy, lo de hotel “taurino por excelencia” es una mentira como una catedral.
De entrada, no puede hablarse de ambiente taurino a propósito de un lugar en el que fumar está prohibido. Guste o no guste, el toro es sabor, es aroma, es francachela, es humo, es alcohol. Lo que no se puede es entrar a tomar una copa en el hotel “taurino por excelencia” y experimentar las mismas sensaciones que si degustara uno un té, cortesía de la casa, en la sala de espera del odontólogo o en la sede de una agencia de viajes. Bueno, en realidad, hoy es más fácil encontrar una foto enmarcada de Morante o El Cid en una agencia de viajes que en el hotel “taurino por excelencia”. De hecho, en el hotel “taurino por excelencia”, las diferencias estéticas entre la barra de su bar y el mostrador de recepción son mínimas.
La otra tarde –recuérdese que hablo de Sevilla, y no de Venecia, Salzburgo ni Nairobi- fui al hotel “taurino por excelencia” a ver la corrida –El Cid, Talavante y Oliva Soto, toros de Cuvillo- retransmitida por Canal Plus. No tenían ni encendida la pantalla. Cuando pregunté al maître si no se podía ver la corrida de la Feria de Otoño de Madrid, su expresión fue casi como si le hubiera inquirido por la existencia fuera del sistema solar de un planeta de características similares al nuestro. La respuesta no se hizo esperar:
-Voy a consultar con la persona responsable de mantenimiento.
-Voy a consultar con la persona responsable de mantenimiento.
Así pues, en el hotel “taurino por excelencia” de Sevilla, la sintonización de la pantalla del bar con el canal de la corrida es competencia del señor que se ocupa de limpiar los aparatos de aire acondicionado, fumigar las habitaciones, pegar un extremo de moqueta cuando se ha desprendido o asegurar el buen funcionamiento de la calefacción. Muy amablemente, este señor expresó su disposición a bajar de inmediato y ver qué podía hacerse. Esperarle, claro, era un absurdo, pues lo único que iba a hacer era probarnos su pericia en el arte de la conexión del cable al monitor para, acto seguido, informarnos de que nadie había comprado la corrida.
El panorama no es mucho mejor en el resto de la ciudad. En los bares “taurinos” donde conectan con el Plus, casi siempre lo hacen optando por la modalidad sin sonido o con éste sintonizado bajísimo, para “no molestar a los clientes” (cosa de diez, que, además, estamos viendo el festejo). La desasosegante sensación reinante es la de que habría casi que pedir perdón por ser aficionado a los toros... De hecho, en el hotel “taurino por excelencia”, cuando, coincidiendo con la Feria de Abril o San Isidro, pasan la corrida, es siempre con el volumen a cero, también para “no molestar” a las cincuenta u ochenta personas que nos encontramos allí (con no otro fin, precisamente, que ver la corrida). El día de que hablo y con idéntico propósito que yo, un banderillero, hermano de cronista taurino y –se supone- buen conocedor de los rincones taurómacos de la capital de Andalucía, recorrió sin éxito no sé cuántos bares antes de, en el tercer toro, ya desesperado, tocar a la puerta de Rafael Chicuelo a ver si tenía puesta la tele.
Cuando, dentro de diez o quince años, un puñado de mediocres y cornudos prohíba también los toros en Andalucía, en Madrid, en Bilbao… Entonces, todos estos regentes de “rincones taurinos”, que ni sienten ni padecen y abren la boca de aburrimiento ante una estocada o una media verónica, empezarán a pegarse golpes de pecho, a imprimir pegatinas, a recolectar firmas, a montar ridículos simulacros de manifestaciones… Pero, ¿cómo coño va a ir a una manifestación un señor que, en su propio bar u hotel, no se atreve a subir el volumen de la televisión por si se siente ofendido, al final del salón, un tío coñazo que lleva veinte años sin reírse, sin achisparse y sin decir buenas tardes a una mujer?
Semejante insipidez ambiental es consecuencia de un proceso iniciado por Felipe González, en el que profundizó con tesón Aznar y que -como era de esperar, dados sus perfiles psicopatológicos- Zapatero y sus secuaces han rematado a la perfección: la transformación de España en un país cortado a la medida de los soplagaitas, en el que todos los recursos son puestos al servicio del ciudadano, siempre que éste pruebe ser un ente carente de ideas, de gusto, de emociones… Si a usted le falta una pierna y quiere ser futbolista, este es el país en que debe intentarlo (y en el que, sin duda, logrará su propósito). Si usted es tonto de baba y quiere escribir una novela, en España tiene asegurados los folios, el ordenador, la impresora, tres “negros” que se la escriban y un jurado presto a premiarle. ¿Es usted mudo? No se preocupe, en España puede triunfar como cantante. Es más: todo un arsenal mediático se ocupará de loar el pedazo de mérito que tiene usted, lo mucho que la música le debe, lo sobrehumano de su esfuerzo y la insuperable lección de arte, compás y afinación que está dando usted a los que tienen voz. Y bueno, por supuesto que sin llamarle de usted, que eso es de ultraconservadores.
¿No? Hablamos, no lo olviden, de un país tan entregado a tiempo completo a las más burdas quimeras pseudosociológicas, el satanismo disfrazado de infantilismo y el culto a la demoscopia que, dentro de muy poco, si quieren hincar el diente a un mendrugo de pan, los adolescentes de catorce años no van a tener más remedio que ponerse a buscar trabajo… al mismo tiempo, claro, que las leyes se lo prohíben. De un país en el cual la figura y la importante no es Isabel Pantoja, sino su empleada de hogar. Y no Jesulín de Ubrique, sino su ex novia. En el que la guapa no es Elsa Pataky, sino cualquier concejala mesetaria, de carnes resecas, con cuatro pelos en la cabeza, que –en un hermoso gesto y en un alarde de naturalidad- se preste a posar desnuda para un calendario a fin de dar testimonio de su solidaridad con la guerrilla sudanesa…
Así que, para el cojo que anhele mondar a Ronaldo, el mudo que busque contrato con una casa de discos o la fea que aspire a desbancar a Elsa Pataky, todo perfecto. Pero, si es usted normal, es decir, si no es usted un acomplejado con el cerebro hecho trizas y, además, le gustan los toros… ¡Ah, amigo! A usted, pueden ir dándole por saco. Pero es que, ¿quién se ha creído que es usted?
En un país ondulante en tal tesitura, presumir que el toreo pueda aspirar a concertar un vínculo orgánico de la clase que sea con el ministerio de cultura equivale poco menos que a defender el derecho de las ranas a fumar cohíbas. No sé exactamente en qué mundo creen vivir los –a buen seguro que bienintencionados- dirigentes de la Mesa de no sé qué y la Plataforma de no sé cuántos, además de la mayor parte de los taurinos profesionales que en la actualidad están, en teoría, en lucha por la supervivencia de la Fiesta. Reconozco no caber en mí de asombro después de haber visto la foto de seis o siete figuras del toreo saliendo de una reunión con la ministra de cultura. ¡Pero si, en cuanto se han marchado, seguramente la ministra ha pedido a su secretaria que se informe del tema en la web de la Facultad de Veterinaria! No es sólo que la propia ministra justificara hace poco su designación para el cargo con el argumento de que ha escrito quince artículos (¡pedazo de intelectual!). Es que la gente que está ahí no ha visto una corrida de toros más que por equivocación. Para vestirse medio bien, necesitan un asesor. Las cuatro palabras que de vez en cuando dicen en las ruedas de prensa, se las ha escrito un tarugo de mucho cuidado. Les hablas de pintura, y asumen que hay que autorizar presupuesto para enmarcar un póster de Rosa Luxemburgo.
Sólo pueden interesarse un pelín por el asunto si se les habla del banderillero al que asesinaron junto a Lorca, o del Niño de la Estrella, que luchó en el ejército republicano. Por ahí, sí, porque, aunque tampoco tengan ni zorra de quiénes fueron, se les da pie a montar un numerito de memoria histórica, si bien matizando siempre que, el hecho de que aquellos luchadores por la libertad tomaran ese camino propio de fascistas que es vestirse de luces fue sólo debido a que el toro era la única salida gracias a la que el proletariado podía escapar de la miseria. Esto es lo que saben de toros en el actual ministerio de cultura, y ya es mucho, seguramente, con relación al equipo que un día les suceda. Pero vamos: El Juli, Cayetano, Morante, Manzanares, Castella… Pero si no saben ni quiénes son. A la ministra y sus adjuntos, en caso de sonarles el nombre de un torero, es el de José Tomás, pero no por su homérica actitud ante el toro, su honradez profesional o el trazo de su muleta, sino porque alguna vez lo han escuchado de labios de Sabina o un día vieron una foto suya luciendo una camiseta con la cara del Ché. Y para de contar. ¿Ponce? ¿Manzanares? ¿Morante? No los conocen. Ni quieren. Cuando, en el ministerio donde -de modo unilateral- pretende incrustarse al toreo, se topan en el suplemento dominical de El País con el reportaje dedicado a Morante, pasan página. Los fenómenos, repito, son esos: la sirvienta infiel, la ex novia que juró venganza, la edil en pelota… ¿Cultura? De acuerdo con su concepción del mundo, el torero no es un artista, ni los toros son cultura. Artista y cultura es el que da el tan creativo paso de tumbarse sobre una mesa de operaciones para cambiarse de sexo y propiciar, así, el nacimiento futuro de ¡nuevas formas de organización social!
Memorícenlos: la asistenta traidora, la ex novia despechada, la concejala de triste figura… Contra lo que pueda pensarse, no son una moda. Los freakies no están de paso. Han venido para quedarse, tras robar a los artistas el trono que ocupaban y que en justicia les corresponde en el imaginario del pueblo. En paralelo, para toda una clase política acomplejada por su mediocridad, el excelso arte de los toros ocupa uno de los primeros puestos en su lista de bienes caducos a eliminar. Es una de las principales piezas a abatir. Simplemente, durante un tiempo, los dos partidos se pasarán entre sí la patata caliente, procurando que sea el gobierno del otro el que agarre al toro por los cuernos. Esto es así y, quien lo dude, tiene ya al enemigo en casa. De momento, en los hoteles “taurinos por excelencia”, ese enemigo ya ha ganado la partida.
Opinion y Toros
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