Si Franco está enterrado en el Valle de los Caídos es por la exclusiva voluntad del rey Juan Carlos, cuya primera decisión como monarca fue, aquel 22 de noviembre de 1975, el traslado de los restos del Generalísimo.
MEMORIA HISTÓRICA
El saqueo de la sepultura de Franco
Miércoles, 10. Mayo 2017
Tras la victoria de Mühlberg, en abril de 1547, las tropas imperiales se toparon con la tumba de Lutero, muerto apenas un año antes. Ante ella se detuvo, solemne, el cortejo católico. Desde el séquito del emperador Carlos, eufórico tras la gran victoria sobre los herejes de la Liga de Esmalcalda, salieron voces que propusieron saquear la sepultura.
El heresiarca de Eisleben había roto la Cristiandad –y con ella, Europa- para siempre; y era la causa de que Carlos, con la salud quebrantada, anduviese de un rincón a otro de Europa, vagando entre enormes penurias, pasando fríos, lluvias, calores, nieves y granizos sin cuento, sufriendo las traiciones de unos y otros, atormentado por la gota y bien lejos de su patria, que ya era España.
El emperador lamentaba no haber acabado con Lutero cuando ello era posible, haber confiado en que se retractaría, en que un concilio lo arreglaría todo. Sus esperanzas fueron vanas, y ahora sus sueños se desvanecían: la gloria de Mühlberg no cubriría el desgarro de dos décadas de guerra. La ruptura del imperio era inevitable.
Pero las gruesas palabras que salían de la comitiva, y que pedían el pillaje de la tumba, fueron acalladas por Carlos con ademán decidido y sereno, asqueado:
“Dejadlo reposar, que ya encontró su Juez. Yo hago la guerra a los vivos, no a los muertos”.
Han pasado cuatrocientos setenta años desde entonces. No falta quien supone que desde entonces nos hemos vuelto más civilizados, más respetuosos e ilustrados. Y cuando anda uno tentado de acordar que, con todos los pesares quizá esto sea así, se entera de que el parlamento español está planteando instar al gobierno a exhumar los huesos de Franco de su sepultura en Cuelgamuros.
Documento con el que el Rey Juan Carlos I pide
que Franco sea enterrado en el
Si Franco está allí enterrado, es por la exclusiva voluntad del rey Juan Carlos, cuya primera decisión como monarca fue, aquel 22 de noviembre de 1975, el traslado de los restos del Generalísimo. No fue, pues, decisión suya, ni de la familia, que tenían dispuesto un enterramiento en terrenos de su propiedad. No fue, pues, el Valle de los Caídos una construcción con la que Franco quiso gloriarse a sí mismo, como han propagado los profesionales de la infamia.
Las fuerzas políticas de izquierda impugnan su permanencia en el Valle de los Caídos pese a este hecho, lo que no es extraño dado que la monarquía, firmando la Ley de Memoria Histórica, ha suscrito su propia ilegitimidad. Ya tendrán tiempo de lamentarlo, cuando pateándoles en nuestro culo se proclame la República, que será de nuevo la segunda, porque a eso es a lo que parecemos estar condenados.
A Franco le han borrado de las calles, de las plazas y avenidas, de los parque y hospitales, de los centros escolares; a Franco le han retirado los múltiples honores que en su día se le dispensaron en infinidad de localidades de toda la geografía española. En estas últimas cuatro décadas, no hay atrocidad o estupidez que no se le haya imputado y no hay mentira que no haya encontrado acomodo si ha servido al propósito de denigrar su nombre.
Un nombre que ha sido execrado oficialmente, entre el rencor de los hunos y la cobardía de los hotros, que escribiría Unamuno. La villanía de lo que se está perpetrando contra Franco, la intensidad de un odio que se manifiesta inextinguible en el tiempo, apenas admite la comparación con otros episodios del pasado.
Contra él se ha resucitado la damnatio memoriae, practicada por los romanos con el fin de eliminar hasta el recuerdo de aquellos que caían en desgracia.
De modo que hoy puede decirse de Franco, como escribió Tácito de Vitelio: “Fue ultrajado a su muerte con la misma bajeza con que había sido adorado en vida”.
La propuesta de los socialistas de exhumar los restos de Franco jamás dará lustre al comatoso PSOE del que, no lo olvidemos, partió la inicua Ley de Memoria Histórica. La iniciativa del PSOE refleja, y con bastante fidelidad, la pulsión de la izquierda patria por la tropelía y la ferocidad, inclinaciones que, ingenuamente, algunos suponían superadas.
El PSOE, que sólo puede explicarse en una sociedad aquejada de un alzheimer selectivo, se empeña una y otra vez en dividir a la sociedad española. Se le suponía algún mayor sentido de la responsabilidad. Debiera haber aprendido que promover la división conduce a las sociedades a la esterilidad y al enfrentamiento, y quien sabe si no a la extinción, aunque solo sea porque eso es lo que le está sucediendo al propio PSOE.
El triste corolario a esta situación es que no saldrá nadie de entre las filas de la izquierda -ni tampoco de la derecha- sencillamente para atemperar las pasiones y recordarnos que es poco gallardo remover las sepulturas y hacerle la guerra a los muertos.
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