En ese entonces, a pesar de que habíamos tenido tiempo para acostumbrarnos a la idea, mi abuelo, como supongo lo hace todo abuelo, no sólo nos preparaba para lo que inevitablemente iba a pasar, sino que nos recordaba, con cada uno de sus actos, que la vida continua y que es importante seguir viviendo.
Cuando él se fue se deslizó despacio, algo imperceptible, como quien camina de puntillas, con cierta timidez y, en el fondo, de una manera gentil, sin mayor escándalo. Sin embargo, en el momento final y a pesar de tanta discreción, cuando se separó de la vida, nos golpeó, como sucede inevitablemente con toda pérdida cercana, aunque creamos estar preparados.
Por supuesto que cuando se van, ¡golpea! Es natural que eso suceda y luego del dolor, “el único milagro que podemos hacer es seguir viviendo, defender la fragilidad de la vida día a día”, como decía José Saramago. El sufrimiento también nos recuerda que estamos vivos. Y como tenemos que seguir viviendo, recordamos que a esas personas que dejan huella, les debemos un montón de cosas que han marcado nuestra existencia.
En el caso de mi abuelo, yo le debo muchas cosas: me enseñó que las nubes cambian de forma y, con un poco de imaginación, se pueden ver las más variadas figuras. Le debo entender que la vida es simple, muchas veces sencilla, y que la sonrisa de abuelo resume lo anterior. Por eso aprendí a pisar hojitas en el piso, las que crujen porque las otras no tienen gracia, que a las arañas les gusta comer saltamontes, que las piedras tienen vida y cuentan historias, sobre todo cuando llevan cicatrices y representan todo el amor contenido de un abrazo enlatado. Que las travesuras de niño se perdonan con ojos de picardía y complicidad. Descubrí que la playa, antes de llegar, tiene sabor a melcocha.
Aprendí que una escopeta de balsa hecha por sus manos de carpintero es más efectiva que una bomba atómica. Le debo saber que, para descubrir caminos en una camioneta destartalada, únicamente es necesario que mi abuela nos dé permiso, el resto es hacer camino al andar. Que se pueden hacer colección de monedas, insectos, mariposas y sentimientos y que el mejor juguete se juega con la imaginación. Le debo tantas cosas que sólo se puede hacer con abuelos confabulados, y que ahora, quizás, ya no podremos hacer juntos.
Aprendí que muchas veces lo que se supone es irresponsable, es la mejor herramienta para aprender de la vida. Que se aprende dañando y que, para clavar un clavo, hay que dar cien veces en la madera e, inevitablemente, en los dedos, pero si no intentamos una vez más, no habrá valido la pena el golpe.
Aprendí de él que vivir es una cuestión de generosidad y que torear, como cuando se torea a la vida, una acción imprudentemente feliz. Justamente, él fue quien me enseñó a escribir tautogramas y me sacaba en cara que fue el primer torero de la familia. Quizás es verdad.
Descubrí, también, que los sentimientos pueden ser repentinos, que las pasiones son necesarias, los juegos son siempre infinitos; que el olor a aserrín, como el de las panaderías, ayuda a construir ilusiones, y el tiempo, si existe, se lo debe utilizar para vivir: estas cosas no vienen en el manual con el que uno nace cuando me enviaron a vivir y que mi abuelo, en su infinita sabiduría, me enseñó con el ejemplo.
Así era él. Un tipo maravilloso. No tuve un abuelo famoso. No hacía falta. Se concentró en vivir y eso era suficiente. En estas épocas, vivir bien es un sinónimo de heroísmo (sin capa). Y ser recordado, la señal más grande de haber trascendido. (O)
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