La cosa no era nueva, puesto que ya Marx y Engels habían condenado la homosexualidad por considerarla una degeneración capitalista abominable y degradante. En cuanto a Lenin, primer aplicador práctico de las tesis marxistas, consideró el llamado amor libre una reivindicación burguesa ajena a los intereses del proletariado: "La incontinencia en la vida sexual es burguesa, un signo de degeneración, y no sirve ni para la lucha política ni para la revolución".
También acusó a la "nueva vida sexual de la juventud" de ser "una variedad de los respetables burdeles burgueses", y la culpó de las "consecuencias fatales" que habría de provocar el hecho de que "los problemas sexuales se conviertan en estos años en problemas centrales en la psiquis de la juventud (…) El exceso de vida sexual que con frecuencia se observa hoy, lejos de implicar alegría vital y optimismo, los disminuye. ¡Esto es detestable, absolutamente detestable!".
Poco tiempo después el código penal soviético castigaría la homosexualidad con cinco años de cárcel, pena que habría de esperar hasta 1993 para ser levantada por Yeltsin. Y sus camaradas cubanos hicieron lo propio al recluir a los homosexuales –esos "pervertidos", según el idolatrado Che Guevara– en campos de reeducación.
El izquierdismo español se debatía entre considerar la homosexualidad un vicio decadente o una enfermedad mental. Por ejemplo, el ministro socialista Fernando de los Ríos visitó en cierta ocasión el pabellón de invertidos de la cárcel Modelo, de donde salió estupefacto ante el hecho de que semejantes fenómenos pudieran existir. Y a Pedro de Répide, cronista oficial de Madrid y veterano militante republicano, la prensa izquierdista le atacó por su apoyo al bando rebelde ridiculizándole por su homosexualidad.
Como ha recordado Dragó, durante los años de la clandestinidad y primeros del nuevo régimen democrático, el Partido Comunista no admitía homosexuales en sus filas y cuando los descubría ya en ellas, los expulsaba. Por lo que se refiere a los socialistas, Enrique Tierno Galván declaró a Interviú en diciembre de 1976:
No creo que se les deba castigar. Pero no soy partidario de conceder libertad ni de hacer propaganda del homosexualismo. Creo que hay que poner límites a este tipo de desviaciones, cuando el instinto está tan claramente definido en el mundo occidental (…) Desde el punto de vista público esto habría que frenarlo, e incluso castigarlo si atentaba públicamente a lo que se admite como ético.
En cuanto a los anarquistas, su histórica dirigente Federica Montseny, ministra de Sanidad durante la República, declaró en junio de 1977 a la revista Andalán:
Yo respeto la libertad de todo el mundo, lo que me disgusta es que estos seres, los gays, se crean superiores a los demás. En Francia, por ejemplo, existe un grupo de maricones que dice que cada maricón vale como dos hombres normales. Valiente estupidez. Por mi parte, los considero equivocaciones de la naturaleza, y para mí no sólo no valen como dos, sino que no valen como ninguno. La verdad es que todos estos movimientos ya me empiezan a inquietar un poco. Sigo pensando que los hombres, cuanto más hombres, mejor, y las mujeres, cuanto más mujeres, mejor. La homosexualidad, a mi entender, es un símbolo de debilidad, de decadencia social. No olvidemos, por ejemplo, que los griegos iniciaron su decadencia con la homosexualidad. La verdad es que es un tema que me tiene muy preocupada.
Las normas morales de los maoístas, facción comunista que gozó de cierto auge en los años transicionales, eran más estrictas que las del Opus. El que suscribe conoció el caso, a finales de los setenta, de unos dirigentes de la ORT que se presentaron en casa de un joven militante para chivarse a los padres de que su hijo fumaba porros. Tampoco aprobaban que los militantes se dedicaran a ligar, pues los asuntos de faldas disipaban las energías revolucionarias. Sus enemigos en los resbaladizos dominios de Eros fueron los trotskistas, al parecer más alegres, a los que acusaban de disolutos. Un maoísta vizcaíno de aquellos años, buen amigo de este juntaletras, quedó prendado de una felina trotskista pelirroja de su localidad. Así que consultó a su jefe de célula:
–Camarada, ¿las trotskistas follan?
–Follan, camarada, follan, pero sólo entre ellos. Así que olvídate y céntrate en la revolución.
Pasaron los años, y las causas fundacionales de la izquierda fueron abandonadas una tras otra debido al continuo fracaso de las experiencias socialistas en todo el mundo. Así que a sus fieles no les ha quedado más remedio que apuntarse a nuevas causas que prolonguen su actividad disolvente y, sobre todo, los jugosos sueldos que les van en ello.
Y junto a histerias climáticas, cristianofobia, islamofilia, neolengua, corrección política, antifranquismo póstumo, autohispanofobia y otros productos de su desquiciamiento intelectual y espiritual, se destaca la chifladura de la ideología de género en todas sus facetas. Por eso ahora todo es sexo. Los problemas que preocupan a los ciudadanos ya no son los económicos, los de salud o los de orden público: son los sexuales. El Estado ya no tiene que ocuparse de lo que se ha ocupado durante siglos, sino de todo lo que tenga que ver con la bragueta. Y de ahí esa riada de alabanzas al horror del aborto; de presentar como saludable el angustioso desequilibrio de la transexualidad; de "chochocharlas" para "empoderarnos desde nuestros coños"; de la propuesta, llegada desde las alturas del Ministerio de Igualdad, de que las mujeres penetren analmente a los hombres para así conseguir la igualdad frente a las "prácticas sexuales hegemónicas y heteronormativas"; de los talleres de masturbación para niños de primaria que ni se han dado cuenta de que tienen pito y clítoris; y demás ocurrencias de sus mentes enfermas.
De sentir horror por el sexo, la izquierda, eterna adolescente, ha pasado a suponer que todos estamos, de la cuna a la tumba, con el sexo presente las veinticuatro horas del día. Y por eso pretenden enseñarnos, reprendernos y regular los asuntos de la más estricta intimidad de cada uno.
Podrá parecer incoherente, pero en el fondo responde a una misma lógica a la que la izquierda nunca podrá renunciar sin dejar de ser izquierda: su incurable incapacidad para dejar a la gente en paz.
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