José Ramón Márquez
El hecho de que Antonio Corbacho fuese, entre otras cosas, aficionado a los toros, le convierte en un raro personaje dentro del mundillo de los llamados ‘taurinos’ donde lo que usualmente prima es la afición a las pompas del mundo o al becerro de oro. La afición que nació en Antonio Corbacho en el tendido de Las Ventas y que le llevó a intentar ser torero no fue bastante como para que llegase a tomar la alternativa y, tras una década de novillero donde recibió algunas cornadas, decidió hacerse peón de brega donde se mantuvo dignamente y sin un especial brillo.
Sin embargo, su gran momento llegaría cuando, a través de Victorino Martín, se puso en contacto con un joven novillero de Galapagar llamado José Tomás, sobrino del ganadero, a quien modeló y con quien alcanzó el triunfo en el apoderamiento que no llegó a tener como torero. Puede decirse que la mejor influencia que recibió aquel prometedor torero, devenido en nuestros días en triste sombra, no fue la que provenía del abuelo Celestino, que a fin de cuentas lo que quería en su casa era una ‘figura’ al uso, sino de Antonio Corbacho, que le dio al torero desde el principio de su relación la armazón ideológica, la mística mucho más que el rudimento técnico, que sirvió para crear el fenómeno José Tomás. Antonio Corbacho fue el demiurgo que logró sacar de las entrañas del hombre José Tomás al personaje José Tomas.
Luego, cuando Tomás se había transformado ya en la extravagancia que es ahora, lo intentó con Alejandro Talavante, personaje de muy poca personalidad y de muchísima menor complejidad que el de Galapagar, con quien quiso hacer una reedición de Tomás que duró lo que duró la notoria influencia de Corbacho.
Hoy, al conocer el deceso de Antonio Corbacho, es de justicia saludar en él a alguien que defendió con seriedad la dignidad, el honor y la hombría del torero y que no tuvo empacho en señalar en los taurinos a uno de los peligros de la Fiesta. Casi podríamos decir que fue un hombre fuera de su tiempo. Que la tierra le sea leve.
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