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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

jueves, 10 de diciembre de 2015

SEVILLA. EL MONUMENTO A CURRO ROMERO: HISTORIA DE UNA FOTOGRAFÍA / por Álvaro Rodríguez del Moral.-





"...El reciente ataque vandálico sufrido por la escultura del genial camero ha reverdecido la histórica faena al toro ‘Flautino’ y la imagen de Arjona que inspiró a Sebastián Santos para retratar al torero en bronce..."

EL MONUMENTO A CURRO ROMERO: HISTORIA DE UNA FOTOGRAFÍA

Sevilla. 30 de abril de 1984. Es Lunes de Alumbrado, tarde de trajes oscuros y barruntos de farolillos en los tendidos de la plaza de la Real Maestranza. En los carteles se anuncia un festejo que ha despertado la máxima expectación y los corrillos de aficionados se desparraman por la calle de la Mar, Adriano, Antonia Díaz y los aledaños de la calle Circo apurando las últimas copas y sembrando ese olor mezcla de humo de habano y perfume de mujer que anticipa los grandes acontecimientos. Diodoro Canorea ha logrado combinar los nombres de Curro Romero, Rafael de Paula y Paco Ojeda -la máxima figura del momento antes de la eclosión de Espartaco- en un cartel que ha desbordado todas las previsiones. En la calle Iris no hay un resquicio para que pasen los toreros; la reventa echa humo y al sonar el pasodoble Maestranza no cabe un alfiler en los tendidos y las gradas baratilleros.

En los corrales hay encerrada una corrida marcada con el hierro de Gabriel Rojas Fernández, que comienza a vivir sus mejores años como ganadero de bravo. En aquellos tiempos, la sangre Núñez de las reses de la dehesa de El Castillo se habían empezado a convertir en bocado apetecido por las figuras del momento. El hierro del recordado constructor de la Macarena ya era habitual entre la clase alta del escalafón de matadores desde que Paquirri, que caería ese mismo año en la tragedia de Pozoblanco, comprobara la bondad de sus pupilos cortándole un rabo a Arrumbadito -un ejemplar que recibió la vuelta al ruedo póstuma- en la feria de Antequera de 1978. En 1983, la misma temporada de su definitiva retirada, Manolo Vázquez también había desorejado en Madrid -y por partida doble- al toro Regajero. Don Gabriel ya estaba en la pomada.

Pero estábamos en 1984. Después de enlotar y sortear, los banderilleros de Curro Romero dejaron de segundo plato un ejemplar que no podía fallar. Se llamaba Flautino y estaba marcado con el número 3. Estaba bien hecho: era bajo, hondo, armónico, cuesta abajo, de preciosa cara aunque un poquito -sólo un poquito- bizco del derecho. Un taco de toro, repetían los banderilleros. En ese punto cabría preguntarse si ese toro se podría haber lidiado hoy bajo los actuales criterios veterinarios y gubernativos. Nos quedaremos con la duda…

Curro escogió un precioso terno grana, bordado en azabaches con las clásicas piñas en la madrileña sastrería de Fermín. En aquellos años prodigaba los bordados negros que serían imitados después por muchos aspirantes a artista. Ya había actuado en dos de los cuatro festejos que había contratado aquella feria sin que terminaran de soplar las musas. Tampoco pasó nada con el primero de aquella tarde ni en los respectivos toros de Paula y Ojeda, que se esfuerzan sin rédito. Pero aún tenía que salir el cuarto -Flautino- que tomó una vara de largo metraje, empleándose con codicia. Curro no logró estirarse con el capote y el toro acusó el duro castigo del caballo hasta desplomarse en los medios. El camero comenzó la faena sin demasiada fé y aún tuvo que ver al animal rodar por los suelos después de un violento trincherazo. El Faraón pidió calma a todos, se echó la muleta a la mano izquierda y se obra el milagro…

Merece la pena recordar algunos párrafos de la crónica del poeta Joaquín Caro Romero para acercarnos al impacto de aquella faena. “Uno cierra los ojos y lo ve toreando todavía. Tan despacio, tan despacio, relamiendo de gusto a la afición, relamiéndose a sí mismo… sacándose del relicario de su corazón la espina de tantos sinsabores que parecían no tener fin”. La fase central de la faena, iniciada al natural, incluyó dos series diestras y una nueva tanda zurda antes de firmar la obra con un trincherazo marca de la casa y otra serie de muletazos -definitivos- con la mano derecha. Una contundente estocada que cayó delantera terminó de desatar los entusiasmos poniendo en sus manos las dos orejas. En el tendido se vivía un auténtico delirio…

Una feria accidentada

Sin duda, aquel fue el suceso más feliz de una feria muy accidentada que no dejó demasiados recuerdos al aficionado. La memoria es selectiva y ha inmortalizado para siempre la faena, el toro y el arte que la hicieron posible. Pero el propio Curro Romero se iba a ver envuelto en un suceso desgraciado que acabaría empañando su paso por aquella Feria de Abril. Sucedió en su última tarde, alternando con Curro Vázquez y José María Manzanares. Uno de los toros de El Viti -el cuarto- había sido devuelto a los corrales pero el animal no quería tomar la puerta y tampoco hacía caso de la parada de cabestros. El tiempo pasaba y Lebrija, el puntillero, intentó despenarlo sin éxito desde la tronera de un burladero. Tampoco hubo forma y el cabestrero, un tal Manolín, intentó meter en los corrales al astado a cuerpo limpio. Pero el toro lo cazó entre las rayas de picadores propinándole una brutal paliza y una cornada en el pecho que mereció la extrema unción al entrar en la enfermería. Hubo acusaciones a las cuadrillas de no haber estado al quite pero la cosa subió de tono y después de que el gobernador civil de la época, el choquero Alfonso Garrido, rogara a Curro que tomara la espada para matar al toro, Manzanares pidió permiso para hacerlo él mismo. Las iras se volvieron contra Romero, considerando un sector del público él tenía que haber finiquitado al animal desde su condición de director de lidia. Sin que acabara aquel festejo, la puerta de la enfermería volvería a abrirse para atender al banderillero Angelín, afortunadamente de una cogida aparatosa pero que no revistió una gravedad preocupante.

Pero ése no fue el único accidente de una feria que pareció gafada y que, como curiosidad, contempló la única actuación como matador de José Cubero Yiyo, que iba a caer un año y medio después en las astas del toro Burlero en la plaza de Colmenar Viejo. El propio Ramón Vila tuvo que ser atendido en la enfermería por sus propios compañeros la tarde del 6 de mayo después de que un sobrero de Palomo Linares saltara al callejón y lo alcanzara. Tampoco fue pródiga en acontecimientos aquella temporada de 1984 pero el retablo de remenbranzas quedaría incompleto sin apuntar la vuelta al ruedo póstuma que dio Paquirri en una mañana de toros de la feria de San Miguel.

Pero hay que volver a la tarde del 30 de abril. Allí estaba la cámara de Arjona para inmortalizar el acontecimiento. Dentro de las miles de imágenes que pertenecen a los fotógrafos de la saga de reporteros gráficos sevillanos, la del desplante de Curro Romero ante Flautino es una de las más reconocibles. La fotografía la tomó Agustín, hijo del inolvidable Pepe Arjona. Aún tenían que pasar algunos años más antes de que la comisión que alentó el monumento al Faraón de Camas se fijara en esa imagen -un auténtico icono de la historia gráfica del toreo- para que el escultor Sebastián Santos fundiera en bronce un instante irrepetible del que también se pueden apuntar algunas curiosidades. Santos retrató con sentido realista y fidelidad a la imagen de Arjona -que colaboró desinteresadamente en el proyecto- aquel desplante del camero. Pero los bordados recreados por el escultor en la piel de bronce no se corresponden con las piñas decimonónicas que adornaban la ropa de Curro Romero aquel 30 de abril de 1984. El monumento se inauguró, con la presencia de las fuerzas vivas del momento diecisiete años después. El desgraciado ataque vandálico de unos y el oportunismo de otros lo ha puesto en primera línea de actualidad. No importa: el arte de Curro, la cámara de Arjona y los buriles de Sebastián Santos están por encima de unos y de otros. Por muchos años más.

LA CASA DEL OTORRINO

Los que peinan canas la recordarán con nitidez. La casa del doctor Alemán -especialista en otorrinolaringología- ocupaba el espacio trapezoidal en el que hoy se levanta la estatua de Curro Romero. Era propiedad de la hermandad de la Caridad y formaba parte de la amplia manzana del Baratillo. Un plan municipal decretó primero su expropiación -incluyendo un pequeño jardín- y posteriormente su derribo para despejar el horizonte visual de la plaza de toros desde el paseo de Colón. La casa se derribó a finales de los 70 y ya no existía cuando Romero inmortalizó a Flautino. Aún quedaban algunos lustros para que ese trocito del monte Baratillo se convirtiera en templo del currismo.

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