"...Pues hace poco he leído una novela de Miljenko Jergovic –Volga, Volga (Siruela)- que, salvando todas las distancias a salvar en cuanto a estilo y todos los kilómetros artísticos que separan Galicia de Bosnia, me ha recordado a las de Cunqueiro, aunque sólo sea –que es bastante- por la proliferación puntual en ella de personajes raros..."
Cunqueiro en el Volga
En los últimos tiempos releo bastante a Cunqueiro, que en sus libros raramente contaba en verdad una historia… Más bien contaba muchas en pocas líneas o, quizá, no contaba a la postre nada, sólo que escribía muy bien y lo que a veces parecía ir a contar, esos chispazos, aquellos destellos sueltos eran muy interesantes o, al menos, tenían que ver con situaciones o personajes –el Preste Juan, el Judío Errante, Marco Polo, el basilisco, el Árbol de Conocimiento del Bien y del Mal…- que sí lo eran para mí. Gracias a él me enteré de las especulaciones sobre el origen gallego de una tribu piel roja de los Grandes Bosques: los algonquinos. O de que, cuando un vikingo moría, lo último que se le tapaba era la boca, no fuera a ser que le quedaran por decir unas últimas palabras después de morir. Bien. Pues hace poco he leído una novela de Miljenko Jergovic –Volga, Volga (Siruela)- que, salvando todas las distancias a salvar en cuanto a estilo y todos los kilómetros artísticos que separan Galicia de Bosnia, me ha recordado a las de Cunqueiro, aunque sólo sea –que es bastante- por la proliferación puntual en ella de personajes raros.
O bueno, a lo mejor no es que sean extraños, sino que, simplemente, son yugoslavos… y yugoslavos de los días de Tito, yugoslavos de la época comunista, que siempre fueron un poco como los gallegos del marxismo, lo cual no era óbice para que, allí y entonces, el cadáver de -por ejemplo- un militar, aunque fuera musulmán o cristiano ortodoxo, fuera sometido a la ignominia de convertirse en protagonista de un funeral ateo y sin poder decir ni esta boca es mía, derecho sí reconocido al guerrero islandés caído en acto de servicio durante una expedición de rapiña por las Rías Bajas. No sabría decir si por aquellos pagos se estilaban procesiones a la gallega, como esa en la que el enfermo con la salud recobrada, para dar gracias y en la festividad de Santa Marta, es paseado en un ataúd hasta la iglesia antes de “resucitar” y darse con la familia y el cura un atracón de centollo y sardinas asadas. Sospecho que no.
No aparecen, por tanto, bateleros en la novela de Jergovic. Su historia transcurre en Bosnia, y lo del Volga viene de que, si Eduardo Halfon, en su Signor Hoffman (Libros del Asteroide), viaja por la selva guatemalteca al volante de un SAAB, el protagonista de esta -chófer, por cierto- lo hace al de un Volga, modelo de automóvil específicamente proletario, enorme conquista social y, en su día, último grito en utilitarios en el bloque del Este que, presuntamente, nada tenía que envidiar, faltaría más, a los Mercedes de los dirigentes del Partido, pero que Manuela Carmena –que quizá sea el último reducto, lo que queda de Yugoslavia- no querría ni en pintura… Y no porque vaya al Ayuntamiento en metro.
Destacaría también uno, entre los tipos singulares del libro, a ese agente de la policía secreta comunista tan, tan puntilloso en ciertos detalles que nunca detiene a los católicos en Semana Santa, Navidad o domingo, ni a los musulmanes durante el Ramadán o la Fiesta del Cordero. Y a aquella mujer tan, tan dura que mantiene durante los interrogatorios de tercer grado la entereza suficiente como para causar pesadillas, parálisis y derrames cerebrales a sus interrogadores. O, ya disuelta Yugoslavia y enzarzados serbios, bosnios y croatas en feroz escabechina, al mismo protagonista de la novela recorriendo los campos de batalla salpicados de muertos mientras lanza plañidos y admoniciones apocalípticas a todos los bandos en liza (cada vez, al que se tercie).
Terminé de leer la novela en Nochevieja, cuando las yemas dactilares se pringan de jugo de marisco, y fue mi última lectura de 2015 y la primera de 2016, todo lo cual invita a concluir que Volga, Volga, cuyo título evoca ese beluga no menos sabroso que las ostras galaicas que hacían vislumbrar a Cunqueiro la Isla de San Brandán, es de todas, todas una novela para chuparse los dedos. Espero que adentrarse en sus páginas deje a todos tan buen sabor de boca como a mí.
Foto: José Luis Chaín
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