"...Más allá de su evidente belleza, lo importante del encierrillo es que supone una reliquia impagable: nos traslada, hoy mismo, al modo tradicional de conducir los toros bravos a las plazas, para ser lidiados...
- En el mundo entero se admira el fascinante espectáculo de los encierros de San Fermín. Pocos conocen otro elemento de esa fiesta...
El encierrillo: una reliquia histórica de la Tauromaquia
ABC - 8 de Julio de 2016
Hace tres años, en la comparecencia parlamentaria para discutir si la Tauromaquia es o no un Bien de Interés Cultural, una de sus señorías argumentó el riesgo que supone para nuestro turismo. Venía yo de los sanfermines y mi irónica respuesta era obvia: «Como en San Fermín hay corridas de toros y hay encierros, y lo sabe todo el mundo, las calles de Pamplona están vacías. No hay nadie. Es una ciudad triste, desértica. No he visto franceses, ni peñas de suecos, ni de alemanes ni de norteamericanos que han leído a Hemingway, sólo unos pocos navarros tristes...». (Con esos enemigos, que unen la ignorancia al sectarismo, la Fiesta no corre grave riesgo).
En el mundo entero se admira el fascinante espectáculo de losencierros de San Fermín. En cambio, son pocos los que conocen otro elemento de esa fiesta, por el que yo siento verdadera debilidad: el llamado encierrillo.
En Pamplona, desde el 6 al 13 de julio, todas las noches, a las 23 horas, se trasladan a pie los toros que se lidiarán en la corrida del día siguiente desde los corrales del Gas, en las afueras de la ciudad, junto al río, hasta los de Santo Domingo (desde donde saldrán, por la mañana, para el encierro).
Este traslado tiene características peculiares: no hay corredores; solamente acompañan a los toros los cabestros, que los van arropando, y los pastores, con sus varas. Pasan los toros en medio de un vallado, similar al de los encierros. Los espectadores son pocos, no pueden usar «flash» y deben guardar absoluto silencio, para evitar que los toros se desmanden. Se trata de una fase previa del encierro, que se institucionalizó en 1899. El recorrido comprende 440 metros.
El espectáculo es absolutamente extraordinario: a la luz de la luna -y de algunas, pocas, farolas- escuchamos, a lo lejos, un cuerno pastoril: un sonido ronco, que no irrita a los toros. ¡Nada de altavoces ni otros medios mecánicos! En el silencio de la noche, comenzamos a percibir un resonar rítmico, que se va acercando: es el sonido de las pezuñas de los toros, que se aproximan. Pasan delante de nosotros, muy cerca, sin advertir nuestra presencia. Los pastores vigilan su marcha con sabiduría, sin intervenir, salvo que sea estrictamente necesario. (Un histórico mayoral formuló así su consejo a un novato: «No dar un paso más largo que otro ni alterarse por nada»). En algunos lugares, puede atisbarse la nube grisácea que levantan las pezuñas... La rapidez con que todo sucede no impide la emoción cuando pasan los toros, como una procesión de fantasmas. Un último toque de cuerno anuncia que todas las reses han llegado y descansan ya, tranquilamente, en el corral de Santo Domingo, esperando el cohete que iniciará el encierro, a las ocho de la mañana.
A lo largo de los años, no han faltado las anécdotas en el encierrillo. En los trabajos de Luis del Campo se cuentan las historias de algunos toros que se escaparon: en 1917, 1921, 1951... A este último, de María Teresa Oliveira, lo mantuvo a raya un perrillo de la Guardia Civil, «Perico», aclamado por el pueblo. La desbandada que produjo ese toro dejó la secuela de muchos objetos abandonados. Solamente uno de ellos no fue reclamado por nadie: un bisoñé...
Más allá de su evidente belleza, lo importante del encierrillo es que supone una reliquia impagable: nos traslada, hoy mismo, al modo tradicional de conducir los toros bravos a las plazas, para ser lidiados. En el siglo XIX, unos toros andaluces podían tardar dos o tres meses en llegar a Pamplona, desde su ganadería. En Sevilla, era habitual que fueran así desde Tablada hasta la ciudad. El ferrocarril y los cajones acabaron con esta tradición.
Reglas de la andante caballería
Da fe de ella nada menos que Cervantes, en el capítulo 58 de laSegunda Parte del Quijote. Después de varias aventuras y de cantar a la libertad («uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos»), don Quijote se coloca en el centro del camino, cuando ve venir a un tropel de lanceros a caballo, que le gritan: «¡Apártate, hombre del diablo, del camino, que te harán pedazos estos toros!». El caballero no se amilana: «Para mí no hay toros que valgan, aunque sean de los más bravos que cría el Jarama». Es la misma actitud heroica que mantuvo frente a la fiera que hizo sacar de la jaula: «¡Leoncitos a mí!». Pero las reses bravas no conocen las reglas de la andante caballería: «El tropel de los toros bravos, y el de los mansos cabestros, con la multitud de los vaqueros y otras gentes que a encerrarlos llevaban a un lugar donde otro día habían de correrse, pasaron sobre don Quijote, y sobre Sancho, Rocinante y el rucio, dando con todos ellos en tierra, echándoles a rodar por el suelo». Un precioso grabado de Gustavo Doré presenta esta escena, de noche: igual que en el encierrillo de Pamplona...
Este tipo de traslado de los toros duró hasta el siglo XX. Ramón Gómez de la Serna nos transmite una anécdota de Valle-Inclán, que imita conscientemente la actitud heroica de don Quijote. Paseaba Valle con sus amigos por las afueras de Madrid, en la carretera del Pardo, cuando vieron venir una manada de toros bravos que, al trasladarlos, se habían desmandado. Los vaqueros les gritaron que se apartaran y todos lo hicieron, o se subieron a los árboles, salvo don Ramón, que lo justificaba, con su habitual ceceo: «Un hidalgo de mi linaje no ze aparta por unos bueyez mizerables, ni tolera que le griten los vaqueroz». Al quedarse quieto, como don Tancredo, los toros pasaron a su lado sin hacerle caso. Evidentemente, estaba siendo fiel a la imagen heroica que él mismo se había forjado... pero los toros eran de verdad y podían haberle corneado.
En el encierrillo de Pamplona volvemos a vivir esa emoción de los tiempos pretéritos en que los mozos españoles jugaban al toro: unos «ritos y juegos del toro» (Álvarez de Miranda) que están en el origen de la Tauromaquia moderna, forjada, en tiempos de la Ilustración, para racionalizar y depurar estéticamente esos juegos populares.
Por eso, entre otras cosas, me gusta tanto el encierrillo: porque, en la españolísima Navarra, vuelvo a sentir que vivimos en esa «piel de toro», que definió el geógrafo griego Estrabón y repitió Salvador Espriu. Lo completa Rafael Alberti: «El negro toro de España,/ libre al sol del redondel./ Que nada puede doblarlo,/ que nadie puede matarlo,/ porque toda España es él». Y espero que así siga siendo.
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