Terminaba la década de los setenta del pasado siglo -años decisivos e importantísimos para España- con grandes esperanzas y no pocos temores ante lo que la historia iba a deparar a este país que transitaba de la dictadura a la democracia.
En Valencia, y en el aspecto meramente taurino, el panorama era sombrío y desalentador. El público, desencantado y aburrido, había dado la espalda a la plaza y pocos eran los nombres atractivos o que despertasen grandes entusiasmos.
Hasta que en una desencajonada -era el año 1978- la actuación de un chaval que salió como sobresaliente, corrió de boca en boca. No es que lo hecho por aquel muchacho, regordete y achaparrado, fuese el no va más del toreo, pero sí que tuvo la virtud de despertar a una afición por entonces aletargada.
Poco después se le repetía y de nuevo lo hecho por aquel muchacho de Foyos tuvo la virtud de entusiasmar no sólo a los muchísimos seguidores que le acompañaban desde su pueblo y alrededores, sino a todos cuantos abarrotaban los tendidos de un coso de Monleón que se aprestaba a revivir tiempos gloriosos.
A sangre y fuego -su técnica no era precisamente depurada ni su calidad prodigiosa- se esforzó por hacerse valer y casi cuatro años después de aquella desencajonada, El Soro se convertía en matador de toros. Atrás quedaba un auténtico calvario de golpes, porrazos y cornadas. Pero por delante el horizonte no era fácil. Sin embargo había algo a su favor: su confianza inquebrantable en sí mismo y la simpatía que despertaba en toda clase de públicos.
El sorismo, surgido en la huerta, se expandía como mancha de aceite por todo el orbe taurino. Y tras Valencia, rendida incondicionalmente desde el primer día, muchas fueron las plazas conquistadas por esta revolución, que, a base de un entusiasmo contagioso, se hizo fuerte y terminó convertida en religión para muchos.
Cuarenta años más tarde, y con el torero alejado de los ruedos durante casi veinte -una maldita lesión de rodilla le apartó del toreo cuando había madurado, asentado su estilo y reposado sus maneras- no sólo en Foyos se ve por los ojos de El Soro, un torero que llegó a tener más de cien peñas a su nombre por todo el mundo.
También, no obstante, fueron muchos los que le discutieron sus formas, criticaron su desparpajo y pitaron sus modos -quien no tenga detractores no puede considerarse un triunfador-, pero esas opiniones en contra, lejos de hacer mella en su ánimo, le sirvieron para ir puliendo defectos y corrigiendo fallos.
Vivo y vistoso como una falla, hizo del tercio de banderillas santo y seña, dejando para la historia varias patentes -el molinillo, la moviola...-, recorriendo España y América con el cartel de los matadores banderilleros, lo que le dio no sólo fama y dinero sino oficio y sitio, logrando a lo largo de su carrera cortar más de mil orejas en los casi ochocientos -setecientos ochenta y dos- festejos mayores en los que intervino, lo que da una proporción de más de una oreja por función y habla de su popularidad y tirón en el público.
Ahora, cuarenta años después añade un plus a su historial: su ejercicio de superación, fe y sacrificio que le permitió hacer realidad su sueño: volver a torear en público y vestido de luces. Y hacerlo de nuevo en Valencia. Fueron sólo cinco festejos repartidos en tres temporadas -2014, 2015 y 2016- pero que agrandan de manera notable su dimensión.
Cuatro décadas más tarde, el sorismo sigue vivo. Y desde el norte de la ciudad de Valencia se deja sentir aun la alegría de la huerta.
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