Como siempre dije, qué buena es la ignorancia que tanta felicidad nos aporta. Lo digo porque de no haber conocido esta ganadería todos podíamos seguir creyendo que se trataba de un hierro emblemático de México y, al ver lo que vimos se nos cayeron los palos del sombrajo. Mucho se habla del toro de México que, con toda seguridad habrá ganaderías encastadas, no me cabe la menor duda pero, desde siempre, la imagen que nos han vendido respecto al toro de allende se parece mucho a lo de Cerro Viejo.
¿Cómo podría definir yo lo que vieron mis ojos ante la lidia de aquellos animalitos? Tarea difícil la mía porque, parecían toros, es cierto pero, para sacarlos del ramal para que se pasearan por los cerros aztecas puesto que, para su lidia, el horror no pudo ser más grande. Al ver aquello, lo juro, hasta encontré consuelo para todos mis males al pensar en las llamadas ganaderías comerciales de España que, comparadas con la de Cerro Viejo, todas son encastadísimas, lucen grandes pitones, tienen una casta desmesurada y un peligro indefinido.
Quiero pensar que aquella lidia con semejantes animalitos tendría mucho que ver con una fiesta privada sin poder compararse, para nada, en una corrida de toros tradicional. Intuyo que sería así puesto que, de forma “seria” cuesta mucho de entender que pueda lidiarse una corrida como la descrita. He visto muchas corridas de toros en mi vida pero, lo juro, jamás había visto una reata tan pastueña, con tan poquitos pitones, con menos fuerza que un canario con sus alas rotas y sin el menor atisbo de trasmisión de cara a sus lidiadores. Eso sí, los comentaristas del festejo alabaron el evento como si de una corrida de Miura se tratare. Quiero pensar que en México se conforman con poco, yo diría que con casi nada. Allá ellos.
¿Sería que ese día se lidió la menos propicia dentro de toda la camada de Cerro Viejo? Quiero pensar que así fuere porque si eso es lo habitual, el devenir de la fiesta de los toros en México es mucho más preocupante que en España porque, en nuestro suelo patrio, aunque sin figuras, a lo largo de la temporada tenemos ocasión de ver auténticas corridas de toros que nos llenan de ilusiones y, lo que es mejor, de convicciones para que sigamos creyendo en esta maltrecha fiesta taurina. Tras lo visto, ahora comprendo porque en México tampoco nadie va a los toros. Tanto aquende como allende, han sido los mismos taurinos los que se han encargado de darle la puntilla a lo que siempre había sido la gallina de los huevos de oro, es decir, los toros.
No voy a entrar en valoraciones diciendo que eran pequeñajos, como se les define en México a los toros chiquitines, lo que en verdad me preocupó fue su morfología que, más que toros parecían vacas lecheras paseadas por sus amos en el redondel de dicha plaza. Animalitos descastados, mansos, sin el menor atisbo de fuerzas, dos plátanos como pitones y todos los aditamentos que queramos añadirle a lo que puede ser el anti toro. Lo siento y pido perdón, pero no volveré a contemplar otro festejo desde México porque, quedándome sentadito en mi casa leyendo un libro me ahorraré el disgusto tan grande que el otro día me llevé.
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