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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 20 de diciembre de 2011

RECUERDOS PARA VIVIR / Por Benjamín Bentura Remacha

Antonio Ordóñez en Roma

RECUERDOS PARA VIVIR

BENJAMÍN BENTURA REMACHA

Hemos tenido motivos para recordar con el fallecimiento estas últimas fechas de banderilleros como Manolo Carmona y Almensilla y matadores de toros como Diego Puerta, al que a mi nunca me gustó llamarle “Diego Valor” porque creía que minusvaloraba su significado como primera figura del toreo en unos años 60 y 70, en los que era difícil entrar dentro de esa categoría, y la de César Faraco, también rebautizado con el rimbombante sobrenombre de “El Cóndor de los Andes”. Majestuoso ese vuelo sobre las montañas de Venezuela. Casi siempre estaba por medio la imaginación de Gonzalo Carvajal, buen aficionado, buen escritor y mejor lector que se consagró con el apelativo de “Niño Sabio de Camas” para Paco Camino frente al “Faraón” del mismo lugar que era, y es y que lo sea por muchos años, Curro Romero, pese a sus actuales circunstancias de esposo de la Tello, la amiga inseparable de la Duquesa de Alba. El que no admitió mote alguno fue Antonio Ordóñez Araujo. Ni el de” Niño de la Palma” de su padre, hijo del propietario de la zapatería “La Palma”, de Ronda como su tercer hijo Antonio. “Es de Ronda y se llama Cayetano”. Su hijo mayor sí llevó el famoso apelativo, otro hijo, Juan de la Palma, y los otros dos, como Antonio, Pepe y Alfonso. Juan y Alfonso dos excepcionales banderilleros. Antonio, la cumbre de la familia de toreros, de cuya muerte se han cumplido trece años el día 19 del presente mes de diciembre en su casa sevillana de la calle Iris, por donde entran los toreros a la Maestranza y en donde cortinas y faldas de mesas camillas estaban confeccionadas con tela de capote torero.

De Antonio Ordóñez tengo magníficos recuerdos y algún sinsabor muy particular. Un día de no sé cuantos años hace, fui a Sevilla a hacerle una entrevista acompañado de un fotógrafo. Nos encontramos cerca de la Real Maestranza y le propuse hacer las fotos con el fondo de la Torre del Oro. “Muy original”, me comentó en tono sarcástico. “Antonio, es que quiero que los lectores sepan que estamos en Sevilla”. Allí se hicieron las fotos. Hay dos documentos gráficos que siempre me vienen a la memoria cuando pienso en la figura del rondeño: uno se lo hicieron en Roma sobre una columna dando un lance y otro lo que disparó ese genio de la cámara que fue Arjona de una verónica ejecutada con la rodilla derecha sobre el albero de la Real Maestranza, lo que inspiró a otro artista, Pablo Ignacio Lozano, una escultura admirable. Antonio, indiscutible maestro del arte de torear, era un hombre complicado. Y puede ser que si yo tuviera capacidad sicológica encontraría los motivos de esa su especial manera de ser. En plena juventud asistió al derrumbamiento de su padre, “El Niño de la Palma”, que de gran figura del toreo pasó a tener que vestirse de banderillero porque, como confesó a mi padre en una entrevista, no tenía ni para tabaco. Menos para mantener a seis hijos, los cinco que serían toreros como él y una niña, Ana.  A ello se añadieron las opiniones de Hemingway y algún comentario desafortunado de Luis Miguel cuando era el patriarca de los Dominguín el que apoderaba al de Ronda. Y algo que no entendí ni entiendo ahora: en la gran obra biográfica de Antonio Abad Ojuel no se menciona que la madre de Antonio era gitana y yo supongo que el de Tudela lo sabía, pero no se le autorizó a revelarlo. Tampoco figura en la relación de toreros gitanos de José Julio García y sí en la de Joaquín Albaicín (Joaquín Bernadó García) con el argumento de que está en las mismas circunstancias de los Gallo, padre torero y payo, y madre artista gitana, de los Cuco. Los Ordóñez, hijos de torero payo y madre artista y gitana, la hija de Coral de los Reyes y N. Araujo, Consuelo, cantante y actriz, protagonista de tres películas de los años 20, “La Reina Mora” (1922), “Quintín el Amargao” (1925) y “Cabrita que tira al monte” (1926). Después de esta película se casó con “El Niño de la Palma” y ya no conozco más episodios artísticos de Consuelo y su madre, Coral, de la que oí hablar en otros tiempos a Suarez Merino, vinculado con los Molina, Antonio y su parentela, y los Ordóñez.

Antonio Ordóñez tenía una corte selecta e incondicional. Un grupo de aficionados de más arriba del Ebro que le seguían por toda España a la manera de los seguidores de un equipo de fútbol. Furibundos, como los béticos antes de Lopera. Recuerdo un día, en Linares, en el que toreaba Ordóñez con Diego Puerta y Santiago Martín “El Viti” y en el que sucedió algo que retrata el fuerte carácter del torero. Antonio Galisteo, buen torero, lidiaba al primero de la tarde y, en un capotazo, el toro metió el pitón en la arena y se lo rompió, lo que no fue óbice para que luego el diestro le cortara una oreja. Pero, al iniciar la vuelta al ruedo, se volvió hacia Galisteo, le ordenó que se retirara al callejón y que no le acompañara en su paseo triunfal. En el cuarto toro estuvo colosal y entonces vino el gesto insólito de sus partidarios, la mayoría bilbaínos. Se levantaron a la vez y abandonaron la plaza porque, decían, “ya no querían ver nada más”. Entre los seguidores yo conocía en especial al aragonés Justo Rocafort y su esposa Amparo y al Conde de la Unión, en cuya casa de Buñuel, en Navarra, tuve el placer de charlar con un señor de la talla de Serrano Suñer.  Pero Antonio Ordóñez fue un torero universal, del Norte al Sur, del Este al Oeste, Francia y América. Llegó a torear hasta en Estados Unidos, en un festejo en el que en la pantalla aparecía la voz de “olé” para que los espectadores acompañaran la labor del torero. “Papa Ernesto” había mediado en la disputa, se había puesto del lado del hijo de “El Niño de la Palma” y Luis Miguel se atrevía a decir que Hemingway no sabía escribir y menos de toros. El verano sangriento se hacía eterno. Y Antonio Ordóñez, al margen de su gran categoría, sufrió lo indecible en lo físico y en lo humano. Su apolínea silueta estaba marcada por las cicatrices y los huesos quebrados y fueron muchas las lágrimas derramadas por las anomalías familiares: su padre, su hermano Juan, su yerno Paquirri, su hija Carmina… Tuvo la gran suerte de casarse con Carmina González Lucas, la hija de don Domingo, el de Quismondo, y hermana de los tres Dominguines, un prodigio de mujer, inteligente, discreta, conciliadora, mano derecha o izquierda, siempre en el quite y en la atención a sus amigos, allá por Valcargado en Medina Sidonia o junto a los Nuevos Ministerios de la prolongación de la Castellana de Madrid, cuatro años mayor que Antonio, con el que se casó el 19 de octubre de 1953 en Villa Paz, la finca de Luis Miguel, camino de Cuenca. Murió a finales de agosto de 1984, creo que el 29, aniversario de la muerte de “Manolete”. Antonio contrajo segundas nupcias con otra gran mujer, Pilar Lezcano. En esto, al menos, Antonio Ordóñez fue un hombre de suerte. Con los nietos también, pero con sus misterios. Primero, Francisco Rivera. Un comienzo ilusionado y luego la sigilosa huída. Con Cayetano, ni intentarlo. Un hombre nunca sencillo, del gótico flamígero al barroco florido sobre la base de un románico de piedra berroqueña, nazareno de La Soledad. Muchas incógnitas que se despejan como una tremenda carcasa cuando explota y se lee en el oscuro de la noche: “Antonio Ordóñez Araujo, torero”.

Alguna duda más: en un portal de la moderna comunicación que se titula Wikipedia se pone en duda el que Antonio naciera en Ronda, en la finca de El Recreo de San Cayetano, donde se esparcieron las cenizas de Orson Welles. Se apunta entre interrogantes a Majadahonda. De Rafael  el Gallo decían que había nacido en Pozuelo de Alarcón y cuando le enseñaron el pueblo, alargo el brazo derecho y sentenció: “Pozuelo, que grande eres”.

Otra duda es sobre el toreo al natural del rondeño, parecida duda que se plantea al hablar de Domingo Ortega y rechazo por mi parte del pase de costadillo por alto. Esto para certificar su humanidad. Y un recuerdo para don José María Jardón, el jefe del  trío de Las Ventas de Madrid con Escanciano y don Livinio, que fue el destinatario del brindis del toro “Colombiano” de Pablo Romero en la primera despedida de Ordóñez el 12 de agosto de 1971 en San Sebastián, reaparición en 1981 y luego, las goyescas de Ronda, lugar al que peregrinaron todos los fieles creyentes de ordoñismo, “per saecula saeculorum”.

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