César ha sido la gran figura del toreo americano. Pocos como él saltaron tantos rubicones, sortearon tantas adversidades y se impusieron a tantos problemas. Problemas de raza en una España y en una América (Lima, Colombia, México y Venezuela incluida) que no creían en que los venezolanos podían ser toreros. Se convertiría César Girón en una cuña metida en el retablo del toreo español. Cuña de olorosa y exótica madera del Caribe, de perfume envolvente que impregnó el vacío que habían dejado Rodolfo Gaona, Fermín Espinosa “Armillita Chico” y Carlos Arruza. Todo se coció con el hilo del toreo al que se refiere el maestro Pepe Alameda, que con el zurcido de ese hilo los toreros americanos han izado una bandera que surge igual en una playa en la que rebotan las espumas del Mar Caribe, o en las cimas de los picos y volcanes andinos y en las inmensas mesetas y profundos valles del México Azteca. Girón nació de Arruza y ocuparía su vacío, cuando Carlos le diera, más adelante en el tiempo, el abrazo doctoral en Barcelona.
A Madrid fue el 10 de julio de 1952, como novillero. Una novillada de Felipe Bartolomé. Con “Antoñete” y Carriles. Repitió a las dos semanas y cortó dos orejas en Las Ventas. Un éxito muy comentado.
Fue el novillero estrella de 1952, y con mucha fuerza llegó a la alternativa, aunque sin un futuro cierto porque no había contratado corridas para la temporada de 1953 y en su tierra poco o nada creían en los sonados éxitos hispanos.
Pero aún había más. Seis días más tarde saldría a hombros en Madrid; y así relató don Gregorio Corrochano la actuación en aquella célebre crónica que tituló: “César Girón”, sencillamente; con el sumario, célebre como todos los acertados titulares de Corrochano: “se ha perdido el sentido del toreo”.
Veamos qué dijo:
Las corridas de toros han ido empequeñeciéndose, achicándose hasta reducirse al toreo de muleta. Los matadores se han desaficionado al toreo de capa, hasta caer en desuso. Los más antiguos se van olvidando; los modernos no saben torear de capa, ni parece que intentan aprender. El capote del matador sirve para dirigir la lidia, para acudir con oportunidad al quite, para torear con garbo y estilo en contraste del tercio de quites, para dar diversidad y colorido a la dureza del tercio de varas, para cuidar del toro, según las condiciones de bravura y poder, que unas veces ha de emplearse con dureza y otras no. Aunque la muleta sea lo definitivo, porque precede a la muerte del toro, el capote en manos expertas de un matador le prepara la faena de muleta.
Por esto, cuando veo que los matadores no usan adecuadamente el capote y hasta prescinden de él, sospecho que se ha perdido el sentido del toreo. La suerte de matar, que es la final, empieza en el primer capotazo. Esto que parece una exageración o una genialidad de aficionado antiguo es una realidad. Todo lo que se hace desde que sale el toro es para matarle con unas normas que no han sufrido variación ni pueden sufrirla, porque después del recurso que se le ocurrió a Costillares para matar a los toros aplomados o agotados que no iban al cite de recibir, con lo que se amplió la suerte, las normas no han variado. Habrá matices, según el modo de hacer de cada uno, según se acomode mejor al toro pronto o al toro tardo, y para eso precisamente está la lidia, y para lidiar, el capote. Por eso la muleta depende del capote. Porque hay que llevar la lidia, gradualmente, desde que sale el toro, al ritmo y al son necesarios. Ni pasarse en el castigo ni dejarle entero. Esto es lo que queremos decir cuando opinamos que la suerte de matar empieza en el primer capotazo; por eso los capotes se llamaron de brega, por esto se llamaron peones de brega los hombres que auxiliaban la lidia, pero siempre bajo la dirección del matador o jefe de cuadrilla. No se debe mover un peón ni colocar un picador sin que lo ordene el matador, que debe estar en constante vigilancia y aconsejar a la vista del toro la lidia: esto es, cómo se debe hacer el toreo en ese toro. Porque el toreo depende del toro.
Si los toreros siguieran las reacciones del público, tendrían una visión más clara. El público se equivoca en el detalle, pide cosas que no debiera pedir, anda un poco desorientado, consecuencia natural de cómo se conduce la fiesta; pero cuando un torero recobra el perdido sentido del toreo, el público lo ve, y lo siente, y lo acusa de manera inconfundible. No es el aplauso de la simpatía, ni es el aplauso de la amistad, ni es el aplauso benévolo y alentador. Es el Aplauso. El aplauso con mayúscula, que el público rinde sin condiciones y sin sensiblerías. Y es que el público todavía conserva, a pesar de todo –y de todos– el sentido del toreo. Cuando oigo decir a los mixtificadores del toreo, para disculparse: ‘esto es lo que le gusta al público’, replico, sin poderme contener: sí, ya sé que el público toma malta cuando no le dan café; pero cuando le dan café, lo saborea.
Ahí está de ejemplo, el toro de Girón. ¿Qué hizo César Girón? Dar sentido al toreo. El público no destacó una faena de muleta entre sesenta faenas. El público vio en un toro lo que no había visto en cincuentinueve. Vio el toreo. Que no es solamente una tanda de pases con la derecha o con la izquierda, más o menos logrados, con un concepto restringido y monótono. Todas las tardes vemos a los toreros echarse el capote a la espalda y dar atropelladamente lances al costado, que se llaman, mal llamados, de frente por detrás, porque en los lances de frente por detrás está el toro a la espalda. ¿Cómo toreó Girón con el capote a la espalda? Sin barullo, sin moverse, con temple, cargando suavemente la suerte, viéndosele marcar los tiempos, como yo no los he visto dar desde que los dio Gaona, por eso se llamaron gaoneras. Así se torea con el capote a la espalda. El público que ve todas las tardes los capotes a la espalda tuvo sensación de cosa distinta. Y si otras veces aplaude el atropello y las manchas de sangre en el vestido, aquella tarde aplaudió de otra manera, distinguió el café de la malta. Y la faena no sólo se compuso de muy buenos pases con la mano derecha y con la mano izquierda, sino que tuvo la diversidad, que prende en el tendido con alegría inquieta de incertidumbre. Entre el toro y el torero andaba el toreo. Y dio un pinchazo en hueso, y como al salir de él quedara el toro igualado, entró otra vez a matar sin pases inútiles de preparación innecesaria.
Esto es traer a la plaza el perdido sentido del toreo.
Gregorio Corrochano.
César ha sido como el oleaje del Mar Caribe: rotundo y sonoro. Un mar que le dio al toreo su primera víctima gloriosa, el mulato José Cándido, hijo de amores jamás declarados entre una dama sevillana, de alcurnia, con uno de sus criados, un negro antillano.
Porque José Cándido, primera víctima oficial del toreo, era mulato, de una piel de oscuridad distinta al cobre de los gitanos, era su piel la alianza de sangres que hizo morena a la América Hispana...
“Lo cual –dice José Alameda– equivale a meter tempranamente al mar Caribe en la ‘chismografía’ taurina”.
Un día, en la casa del gran aficionado Roberto Morales Legazpi, en Coyoacán, conversando con José Alameda, surgió el tema de César Girón. Alameda, de gran cultura histórica taurina, testigo de los hechos y acontecimientos más relevantes en la edad de plata del toreo y en especial protagonista de los acontecimientos en la historiografía contemporánea del toreo, me dijo:
–Mira, Víctor, a César Girón le faltó ser torero en la calle. Era demasiado grande en la plaza, pero equivocado en la calle. César Girón fue una prolongación mejorada de Carlos Arruza, y mucho más completo que Armillita. No hay duda. Le faltó un relator de sus éxitos, una pluma que cantara sus proezas y narrara su epopeya. César Girón se encerró en sí mismo sin darse cuenta que necesitó una voz, distinta a la suya que era agresiva y hasta llegaba a la ofensa cuando cantaba sus triunfos.
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