Pero resulta que este patrimonio, basado en el enfrentamiento con el uro/toro, animal totémico desde hace más de treinta mil años, es expresión suprema de vida, o mejor dicho de nuestra condición de seres vivientes y mortales, conscientes de ello.
El torero, que nos representa en sumo grado, es a la vez héroe y artista. Las materias de su arte son tres: el toro temible, desde luego, con el que tiene que enfrentarse, pero al que tiene que entender y hasta amar para plasmar en el ruedo con él la harmonía esperada; el tiempo que tiene que alargar y esculpir en sus pases; el cuerpo que tiene que librar del miedo, dibujando con él su coreografía en el acto y en el aire. El toro muere en esta lucha (unos veterinarios muestran cómo su naturaleza brava le permite superar el estrés y el dolor), pero el aficionado le admira porque también representa lo mejor de nosotros en este trance. Esto se acaba de comprobar, el domingo de Ramos, en la emoción que estremeció toda la plaza de Las Ventas ante la embestida incansable hasta el final de un animal bravísimo, y ante el afán de todos los hombres vestidos de luces para brillar a su altura. En la plaza muerte y vida, sublimadas por el arte, nos bridan esas flores con perfume de Baudelaire.
*François Zumbiehl, catedrático de letras clásicas y doctor en antropología, ha sido consejero cultural en la embajada de Francia y, más recientemente, director adjunto de la Casa de Velázquez en Madrid. Es actualmente director de cultura en la organización internacional Unión Latina. Ha publicado en España y en Francia varios libros dedicados a la intimidad artística de los toreros, como La voz del toreo (Alianza editorial) o Manolete (Autrement), autobiografía novelada del Califa. Entre sus obras publicadas cabe destacar El discurso de la corrida, publicada también en esta colección.
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