Y es esa incertidumbre, esa eventualidad, ese tremendo riesgo al que se expone quien se enfrenta a un animal de estas características, lo que hace que no pueda ser protagonista cualquiera. No sólo se requiere para ello una preparación específica, una técnica depurada y un valor a toda prueba, también es preciso, imprescindible, estar dispuesto no ya a sufrir un trance doloroso, sino a perder lo más valioso que uno tiene, la vida. Una decisión consciente y voluntariamente asumida que convierte a los toreros, cuando hay una desgracia, no en mártires, pasivos y que aceptan sumisos su papel de víctima cuando llega la fatalidad, y sí en héroes, que plantan cara a la adversidad y venden cara su vida en defensa de lo que han aceptado como posible.
La cogida es parte del festejo y la cornada va implícita en la actividad torera. Medallas, las denominan los profesionales y certificado de aptitud para quien las supera. Muchos han sido los que han visto cómo su carrera se ha ido a pique al no ser capaces de asumirlas ni de eliminarlas de su cabeza. También muchas han servido para lanzar a lo más alto a quien las ha sufrido. Y ejemplos, en ambos sentidos, los hay a cientos.
Emilio de Justo es el último que sufre en sus carnes esta certeza. Su apuesta era fuerte, matar como único espada seis toros en Las Ventas, lo que aportaba un plus de dificultad al ya de por sí complicado empeño de despachar seis toros uno tras otro; pero sólo los que se arriesgan ganan.
En su primero ya había conseguido la mitad de su propósito, sacando una faena templada y bien estructurada, apurando lo que tuvo el ejemplar de Pallarés al que se enfrentó. Pero a la hora de matar, pese a dejar una estocada que sirvió, la salida no fue limpia y el animal le golpeó, dándole una voltereta en la que cayó en muy mala postura y estrellándose contra el suelo. La sombra de Nimeño II o Julio Robles planeó sobre todos los que vieron el percance.
Trasladado urgentemente a la enfermería ya se avisó de la imposibilidad de continuar la lidia. En principio había una fortísima contusión cervical, limitación funcional severa de la columna y un traumatismo incompatible con su retorno al ruedo (luego, tras las pertinentes pruebas radiológicas que se le hicieron se confirmaron los peores augurios: había una doble fractura de vértebras cervicales, estallido de masa lateral izquierda de atlas y de masa lateral derecha de axis de pronóstico muy grave), con lo que, como el espectáculo siempre debe continuar, se hizo cargo de los cinco toros que faltaban el primer sobresaliente, Álvaro de la Calle, un veterano matador salmantino (su alternativa data de 1999 y su confirmación de 2006), que desde hace tiempo limita su actividad profesional prácticamente a esa especie de suplencia en festejos de un único matador o en un mano a mano, habiéndose hecho un nombre en esta especialidad en la que temporada hubo que hizo más de diez paseíllos como tal y, en 2013, en Gijón, en un vis a vis entre Antonio Ferrera y Javier Castaño, se vio con tres toros por delante al resultar cogidos aquellos.
No le tembló ahora el pulso ni le falló la cabeza, cuajando una actuación solvente y capaz, acabando con extraordinaria dignidad y hasta brillantez con toros de Palha, Victorino Martín, Victoriano del Río, Parladé y Domingo Hernández, que no son cualquier cosa como tampoco el escenario era menudo: la primera plaza del mundo. Y de ella salió con la cabeza bien alta y su dimensión como diestro muy al alza. Mató cinco toros y se llevaría un puñado de euros, pero demostró de lo que es capaz y de su categoría. Dejó claro que es un torero de verdad.
Ojalá le sirva para remontar y relanzar su carrera. Se lo merece.
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