Ya no sorprende la nula casta, la sosería de unas acometidas de nobleza cansina, de una camada que tarde tras tarde convierte la ilusión en cabreo de una gente ansiosa de triunfos. El toro exigible por las figuras, a la espera de que les salga el “mirlo blanco” de la apoteosis “juanpedrista”, sumió la deseada tarde de inauguración de la temporada en Sevilla en un continuo bostezo.
Y aún quedan dos más
Manuel Viera
Burladero / 20 de abril de 2022
Con su belleza exuberante, elegante y sevillana, ahí estaba la Maestranza escapando de tanto silencio obligado, adecuándose a la bulla de las grandes tardes de toros, ofreciendo el tiempo necesario para disfrutar del toreo. Un toreo que no llegó en el más amplio sentido artístico por la falta de bravura de una corrida que suma un nuevo petardo ganadero y la undécima decepción en Domingo de Resurrección. Ya no sorprende la nula casta, la sosería de unas acometidas de nobleza cansina, de una camada que tarde tras tarde convierte la ilusión en cabreo de una gente ansiosa de triunfos. El toro exigible por las figuras, a la espera de que les salga el “mirlo blanco” de la apoteosis “juanpedrista”, sumió la deseada tarde de inauguración de la temporada en Sevilla en un continuo bostezo.
Día de sol y calor para una tarde de toros excepcional que se convirtió en usual. No hay sitio más propicio para dejar correr el tiempo sobre la superficie de un luminoso albero y sentir el pellizco que produce el trazo de un larguísimo natural. No hay toreo más expresivo que esa lenta travesía de una tela sumergida en la más bella acumulación de emociones. Con impresionante arrobo a la hora de crecer hacia lo imposible lo ejecutó Morante de la Puebla, visiblemente mermado por su lesión de clavícula, al primer toro de la tarde. Naturales provistos de una cálida verdad que el diestro cigarrero interpretó con despaciosidad y delicadeza, pero también con el virtuosismo que requieren los momentos sublimes. Que poco para tanto esperado.
Morante es uno de los toreros que más contribuye a enriquecer la tauromaquia. Lo volvió a demostrar con un sobrero del hierro ganadero de Virgen María al que le planteó una lidia que inundó de gallismo el ruedo maestrante. De toreo de otro tiempo con el que arañó las retinas de mucha gente no acostumbrada a unas formas que trascienden en el tiempo, porque en el fondo de los ojos indolentes del espectador la luz del pasado ya no ilumina.
Tres verónicas excelsas fueron ejemplo de lo mucho y bueno que puede encontrarse en el toreo de capa de Juan Ortega. Las fueron por la calidad con la que las expresó, pero también por la naturalidad manifiesta hacia una forma de lancear apasionante. Y no hubo más. También Pablo Aguado gustó con el capote. Los lances hasta los medios escondieron una lentitud apasionante, y la media de auténtico lujo. Fue todo. Así se consumió otra decepcionante corrida de Juan Pedro Domecq. Quedan dos más.
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