Él es la Verdad que hemos convertido en una peripecia festiva con periodicidad anual sin más objetivo, sin más propósito que la holganza y el descanso. Le invocamos en la tempestad como se trenza una jaculatoria que conjura el mal, como se pronuncia un sortilegio y se acaricia una pata de conejo o se cruzan los dedos en una apuesta, en un envite de la fortuna o en un órdago del destino. Al igual que hemos convertido al hombre en un hecho, en una cosa, a Él también lo hemos convertido en unas fechas de calendario acompañadas de fiesta, jaleadas de jolgorio. De ruido. Mucho ruido cuando Nace y aún más ruido cuando Muere, y en la apoteosis del lamento cuando Resucita porque se acaba la fiesta y nos espera la rutina del trabajo. El bostezo cotidiano.
Yo ya no le busco en la cartografía de la tradición, ni en las lenguas que pronuncian Su Nombre como una convención protocolaria, ni en las sotanas de Sus ministros, ni en las homilías de Su Vicario terrenal, ni en la bondad impostada en la desgracia, ni en la caridad de maratón solidario. No le busco en las iglesias colmadas de tibieza, progresismo y tolerancia, llenas de guitarritas de guateque que desafinan e infantilizan Su Palabra. Ya no le busco en esas necrópolis. Lo encuentro todos los días, a todas las horas, en las mareas de la memoria donde permanecen como alcázares los templos de mi Fe: las oraciones con las que mi madre acunó mi infancia. Cierro los ojos, rezo y digo: Padre. Y ahí está Él, todos los días del calendario y en todas las horas del reloj. Por Él vuelve a reír la primavera todos los años desde hace más de dos milenios, porque Él Muere y Resucita en primavera. ¡Laus Deo y Viva Cristo Rey!
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