'..El cristianismo no abole las fiestas paganas, las desbroza de elementos confusionarios, las dilucida, penetrando en su significado último, que la mentalidad pagana no podía penetrar..'
Feliz solsticio de invierno
Juan Manuel de Prada
ABC, 28/Dic/2024
Al parecer, cada vez hay más gente que, no contenta con la conversión de las fiestas navideñas en una carnavalada consumista, no soporta que se les dirija un exultante «¡Feliz Navidad!» porque lo consideran una violación de su conciencia y una grave falta de respeto. Y, en el colmo del patetismo, proponen como alternativa chusca un «¡Feliz solsticio de invierno!», dicho para más inri con completa seriedad (lo que, sin duda, lo vuelve aún más chusco).
Resulta, en verdad, un empeño ridículo, pues la Navidad, por su propia definición, es una fiesta cristiana que conmemora la Encarnación de Dios. De modo que quien no crea en Dios o no crea en su Encarnación tendría que conformarse con no celebrar la fiesta, aprovechando el asueto para el honesto (o deshonesto) esparcimiento. Pero no, señor; en lugar de desentenderse de la Navidad pretenden 'resignificarla' volviendo grotescamente al paganismo, o a la parodia birriosa de paganismo que sus caletres arrasados por un batiburrillo de tópicos imaginan. Este empeño desquiciado de rehabilitar el paganismo está metido en el ADN del mundo moderno y ha propiciado algunos de los momentos más grimosos e hilarantes de la Historia humana. Pensemos, por citar un antecedente 'ilustre', en la creación del calendario napoleónico, que con la excusa de adaptar la medida del tiempo al sistema métrico decimal pretendía suprimir los domingos, borrar de la memoria humana la devoción a los santos, etcétera.
O pensemos, por citar un ejemplo más contemporáneo, en la suplantación de las ceremonias asociadas a los sacramentos por bufonadas que producen alipori, como esas bodas civiles en las que la pareja contrayente, nostálgica o envidiosa del rito religioso, solicita al concejal o alguacil que oficia el casamiento que no se limite a leer los artículos preceptivos del Código Civil, sino que los aderece de juramentos plagiados de la liturgia católica, lectura de poemitas cursis, musiquita de órgano y hasta homilías laicas, para que el casorio no quede desangelado y pobretón. Diríase que la religión, al ser expulsada de nuestra vida, hubiese dejado un hondón en el alma expoliada que se necesitase amueblar con burdos sucedáneos. Y diríase también que, entre los negadores epilépticos de la religión, existiese un fondo de nostalgia u orfandad que los impulsa a imitar grotescamente aquello que aborrecen.
Pero este traspillado empeño paródico alcanza cimas de alipori insuperables con la Navidad, que no desdeña la sustitución en las felicitaciones postales del motivo iconográfico religioso por garabatos horteras o jeroglíficos; y que alcanza su penoso paroxismo en esa invocación del «solsticio de invierno», acompañada con una matraca irrisoria que nos recuerda que el cristianismo 'recicló' las antiguas fiestas paganas para celebrar la Navidad, como si el cristianismo fuese una urraca necesitada de robar en nidos ajenos. Pero el cristianismo no 'recicló' nada, sino que reconoció en las festividades paganas, como en el arte, la literatura o la filosofía paganas, 'semillas del Logos', barruntos balbucientes de la verdad revelada que convenía preservar, completar y vivificar, mediante una expresión más cabal (que era, precisamente, la que brindaba la Encarnación de Dios).
El cristianismo no abole las fiestas paganas, las desbroza de elementos confusionarios, las dilucida, penetrando en su significado último, que la mentalidad pagana no podía penetrar, porque disociaba mitología (dirigida al corazón) y sabiduría moral (dirigida a la cabeza): de este modo, cuando la mitología se hipertrofiaba, la sabiduría moral se oscurecía y afloraban los vicios más depravados; y cuando la mitología se agostaba afloraba un puritanismo yerto y senequista. La Encarnación de Dios superó esa disociación, de tal modo que corazón y cabeza militasen en el mismo bando: la mitología se purificó y liberó de hojarascas imaginativas a través del dogma; y la sabiduría moral se purificó y liberó de puritanismos fanáticos aceptando la debilidad humana y volviéndose caridad ardiente. Así, el solsticio de invierno dejó de ser una invitación al panteísmo, la idolatría o los impuros cultos saturnales para convertirse en imagen de un Dios encarnado que expulsa las tinieblas y vivifica la historia humana, brindando su luz y calor –su Redención– a la Creación entera y en especial al hombre. En el paso del paganismo al cristianismo hay una continuidad natural, que es la misma que se da entre el niño y el adulto.
En la vuelta del cristianismo al paganismo, por el contrario, no hay más que odio a lo que uno es, como en la pataleta del viejo que se disfraza de joven para parecerlo, logrando tan sólo dar asco o hacer el ridículo. Que es lo que logran esas pobres gentes empeñadas en felicitar el solsticio de invierno, inspiradas por un odio que necesita expresarse solapadamente, avergonzado –o tal vez demasiado orgulloso– de mostrar su verdadera naturaleza.
¿Por qué les ofenderá tanto la Navidad? ¿Por qué necesitan desprestigiarla y falsificarla grotescamente, si sólo la consideran una superstición trasnochada?
A mí me ocurre lo mismo con la quiromancia o los amuletos, y no se me ocurre pretender falsificarlos, de tal modo que los quiromantes cambien sus cartas por estampas de santos, o que los amuletos los rocíe con el hisopo el obispo de la diócesis; pues en verdad considero la quiromancia y los amuletos supersticiones trasnochadas y, por lo tanto, inofensivas. Si la Navidad les ofende tanto… ¿no será por qué íntimamente, allá en los hondones de su alma expoliada, la sienten vigente y verdadera?
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