¿Un movimiento sociopolítico, la ecología? Moda política más bien y, como toda moda, solo los progres snobs se suben a ella. Me refiero a los progres del taco gordo, aquellos que, no teniendo cosa mejor que hacer, dedican su tiempo y dinero a hacer verdaderas mamarrachadas. Entiéndase esta acepción como cualquier acción desconcertada y ridícula llevada a cabo por mamarrachos. Y mamarrachas, como la última heroína del ecologismo de salón, la tal Greta Truñoberg.
Ecologismo de salón
Costillares
El Manifiesto / Diciembre / 2019
Según la RAE, el ecologismo es “el movimiento sociopolítico que, con matices muy diversos, propugna la defensa de la naturaleza y, en muchos casos, la del hombre en ella”.
¿Un movimiento sociopolítico, la ecología? Moda política más bien y, como toda moda, solo los progres snobs se suben a ella. Me refiero a los progres del taco gordo, aquellos que, no teniendo cosa mejor que hacer, dedican su tiempo y dinero a hacer verdaderas mamarrachadas. Entiéndase esta acepción como cualquier acción desconcertada y ridícula llevada a cabo por mamarrachos. Y mamarrachas, como la última heroína del ecologismo de salón, la tal Greta Truñoberg. Una pobre niña que pide a gritos tratamiento psiquiátrico, como muestran sus lloros y sus palabras que, como poseídas, salen de sus entrañas de niña endemoniada. Lo que desconocemos es la clase de demonio que habita en su espíritu, pero, sea cual fuere, cuanto más lejos, mejor. Porque de ecologismo, tanto ella como sus inversores, no tienen la menor idea.
Ecologismo de salón, ese que se hace desde confortables sillones de piel y maderas nobles. Aquel en el que no se siente calor en verano ni frío en invierno, en el que una atractiva secretaria sirve cafés del Starbuck en vasos plasticosos mientras fotocopia proclamas, manifiestos y gilipolleces varias sin ton ni son. En definitiva, aquel movimiento o, mejor dicho, chiringuito, al servicio de los ecolistos, porque de tontos no tienen un pelo.
Lo peor es que en España queramos seguir su camino e imponer las directrices a nuestro campo, a nuestras gentes. A la población rural, que deberíamos venerar por ser pilar fundamental del verdadero ecologismo. No al hombre, como reza la acepción con la que introducíamos estas líneas, sino al hombre de campo, a ese hombre que tan bien definía Manolo Escobar en su canción:
“Yo soy un hombre de campo, no entiendo ni sé de letras (…),
pero soy de una opinión, que el que me busca me encuentra”.
Sigan ustedes, mamarrachos, haciendo de las suyas, y pobre de aquel que se encuentre con el hombre de campo. Déjenlos en paz, señores de Bruselas, déjenlos solos, que ya se encargarán ellos (siempre lo han hecho) de cuidar lo que aman, de proteger aquello que les da la vida, de vivir por y para el campo.
Y qué mejor forma de respetar y fomentar el ecologismo que a través de la defensa manifiesta de la tauromaquia. Porque la tauromaquia es, ante todo, ecología. Sin edulcorantes. ¿Quién, sino el rey de la Fiesta, el toro bravo, se iba a postular también como rey de nuestro más preciado ecosistema, la dehesa? Pues el toro bravo no es una especie, como muchos ecolistos postulan, sino una raza. Es la raza de razas.
Una raza que permite que más de medio millón de hectáreas de campo estén dedicadas a su crianza. O, lo que es lo mismo,
Una de cada siete hectáreas en nuestro país están dedicadas al toro bravo.
Hectáreas que, gracias a esta práctica, cuidan y protegen nuestra ecología. Y con un guardián inigualable: el toro bravo. Guardián frente a animalistas y ecolistos. Porque dehesa guardada por toros bravos, dehesa libre de chusma. Y dehesa sostenible, ya que permite la crianza de esta noble raza a la par que cobija otras especies en peligro de extinción, como la cigüeña negra o el lince ibérico que, gracias a la ayuda desinteresada de su guardián, pueden vivir sin que ningún animalisto perturbe su hábitat. Ni furtivo alguno, porque a ver quién tiene agallas de lanzarse a esa práctica con semejante guardia pretoriana.
La vivienda del toro, las encinas, con sus profundas raíces, asimila agua y sales minerales, mientras que, a través de sus hojas, absorbe energía solar y CO2 del aire, además de emitir a la atmósfera oxígeno y agua. Díganme ustedes qué vivienda ecológica o verde hace algo semejante.
Como bien recoge J. C. Arévalo, “el toro bravo es un animal conservacionista. Por su yantar con el belfo y su dentición inferior preserva la raíz de las praderas y las semillas caídas de los árboles para su reproducción; por su hollaje del suelo previene del fuego en periodos de sequía; por sus heces abona la tierra; por su peligrosidad defiende el territorio agreste de la invasión humana; por su carácter depredador coexiste con otras especies no herbívoras; sólo tolera en el “muladar” la presencia furtiva de carroñeros y, por el precio de su bravura, mantiene o coopera en la rentabilidad ganadera”.
Todo ello por un precio, en términos de coste de producción, de en torno a cuatro y cinco mil euros que, aunque parezca abusivo, después de analizar y exponer todo lo anterior, me parece hasta barato. ¿Cuánto cuesta mensualmente un ecolisto? Mucho más que producir, en cuatro o cinco años, un toro bravo que, en cambio, es una inversión para la Fiesta y, sobre todo, una inversión para el futuro de nuestros campos, de nuestras dehesas.
Produzcamos más toros bravos y menos animalistos, y mejor nos irá.
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