"Joe, tú sabes que gané", le dejó escrito Donald Trump a Joe Biden en el escritorio del despacho oval. Probablemente sea un fake; pero es desde luego lo que, en cualquier caso, habría tenido que escribirle.
Igual se les atraganta la victoria
No es que lo hayan obtenido mediante algunas irregularidades electorales cometidas por aquí o por allá. No, el pucherazo ha sido el más masivo, descarado y manifiesto jamás realizado.
Sólo gracias a tal fraude han conseguido echar del poder a Donald Trump para colocar en su lugar (el tiempo necesario para ser sustituido por Kamala Harris) al decrépito anciano aquejado de síntomas de demencia senil que tiene por nombre Joe Biden: un individuo a cuyos mítines sólo acudían unas pocas personas, y que, ¡oh, milagro!, se convirtió, después de ir perdiendo masivamente con el 80% de los votos escrutados, en el presidente más votado de toda la historia. Por encima incluso del mesías Obama.
Han sido capaces de ir tan lejos... y no ha pasado nada. Durante los dos largos meses transcurridos desde las elecciones del 3 de noviembre, no se ha encontrado (no ya en Estados Unidos, sino en el mundo entero) ni un solo gran medio de comunicación capaz de dar otra cosa que la versión oficial del latrocinio, con lo cual sólo los medios marginales y alternativos hemos dado cuenta del fraude.[1] Tampoco se ha encontrado en todos los Estados Unidos a un solo juez que se haya dignado estudiar el fondo de las innumerables denuncias presentadas. Como tampoco se ha encontrado a un solo militar o un número suficiente de ellos dispuestos a dar su apoyo al presidente elegido por la ciudadanía.
Ahí, en la correlación de fuerzas existente en el seno de las fuerzas armadas, está probablemente la ultima ratio que explica las cosas. Explica, en todo caso, lo que algunos ven como una incomprensible reticencia o falta de audacia por parte de Trump a la hora de tomar las medidas que, agotada la vía normal, le quedaban: proclamar la Insurrection Act y/o aplicar la Executive Order firmada por él mismo hace tres años, con lo cual habría obtenido los poderes con que actuar contra quienes han falsificado las elecciones.
También es esta desfavorable correlación de fuerzas en el ámbito militar lo que debe de haberle impedido a Trump realizar la otra cosa que, de lo contrario, parece incomprensible que no haya efectuado. Conociendo como conocía el paño, ¿por qué no se ha dedicado durante los cuatro años de su mandato a limpiar a fondo el lodazal del Deep State y a llenar con gente de su confianza todos los puestos clave? La única explicación sensata es: porque no ha podido. Estoy especulando, por supuesto; pero si hubiese emprendido semejante limpieza o si hubiese tomado las medidas a las que me refería antes, cabe la posibilidad de que ello hubiese sumido al país en una guerra civil que Trump ha querido, sin duda, evitar.
Si tensas demasiado la cuerda, se te puede romper
Si la casta dominante ha ganado la actual batalla, no ha sido tan sólo por su poderío económico, mediático y militar. Ha sido también gracias a la fuerza seductora de las ideas con las que dicha casta arropa y encubre, entre la gente, su dominio. «El poder es de todos; es el pueblo quien, a través de las elecciones, decide su destino.» Tal es la falacia —falacia porque las opciones disponibles, parecidas como dos gotas de agua, se limitan a las de la ideología dominante— gracias a la cual se ha creado durante décadas un consenso casi absoluto entre los de arriba y los de abajo. Pero para que semejante consenso funcione, para que no se rompa el embrujo de la seducción, hace falta que se respeten ciertas formas. Y son estas formas las que el Establishment norteamericano, mediante su espectacular pucherazo, no ha dudado en cargarse.
¿De qué servirían unas nuevas elecciones dentro de cuatro años?,
deben de decirse esta noche, amargados y enfurecidos, los millones de americanos que dieron su voto a Trump? ¿De qué serviría que éste —con un nuevo partido, como se rumorea ya— se volviera a presentar en 2024? Si estando Trump en la presidencia, consiguieron robarle tan descaradamente las elecciones, bien más fácil lo tendrían ahora que ya no estará.
No es sólo el montaje electoral de nuestra falsa democracia lo que, destapándolo, el Establishment ha puesto en la picota. Lo que también está socavando día y noche —y aún socavará más con la llegada del nuevo Gobierno— es el otro pilar del gran consenso social: el bienestar de la mayoría de una población a la que la codicia desenfrenada de la oligarquía globalista sume en una precariedad que, al paso que vamos, pronto será el otro nombre de la pobreza.
Desvanecida la ilusión ideológica y liquidado el sueño del welfare state, ¿puede todavía mantenerse algún consenso en el marco del Sistema? No, desde luego. ¿Qué puede entonces suceder? Todo dependerá de lo que, pese a las profundas grietas que ya les han infligido, aguanten aún estas dos columnas —la ideológica y la económica— que hasta ahora han mantenido a nuestros Sistemas en pie. Todo dependerá, en una palabra, de cómo el pueblo aguante —o deje de aguantar— tanta desvergüenza y tanto agravio.
[1] Hablo del mundo occidental. Ignoro cómo han cubierto el asunto los medios de Rusia y de los países de Europa oriental: el reducto hoy de la esperanza. Es de suponer que lo hayan cubierto de manera adecuada.
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