Los maletillas son los últimos románticos de la época de la irrupción del átomo, de los viajes a la luna, de los vuelos transoceánicos y la vida automatizada. E incluso para los que ese paso al vacío se resuelve satisfactoriamente y consiguen llegar a matadores de toros en el camino dejan atrás muchos insomnios, infinitos sacrificios, bastante dolor y no pocas ilusiones. Y montones de incomprensión. Son jóvenes héroes que no siempre logran hacer realidad sus sueños. E incluso cuando los cumplen, sufren el día a día de la profesión más peligrosa del mundo.
Recuerdo que Jaime Ostos, al que se motejó como “Rey del valor” cuando comenzó a ser conocido como novillero, en uno de los viajes que hicimos juntos -él ya retirado- para transmitir corridas de toros para Antena 3 Televisión, yendo camino de Calatayud, plaza en la que el recio torero ecijano había estado años antes a punto de dejar la vida a causa de una tremenda cornada, me explicaba que tuvo que abandonar la casa paterna para comenzar su difícil y peligroso aprendizaje. Su padre, propietario de una finca agrícola en Écija, que proporcionaba un notable bienestar a la familia, quería que Jaime estudiara una carrera relacionada con la agricultura y le sentó muy mal que el muchacho decidiera hacerse torero, empujado por su irrenunciable afición.
El toreo, para los que lo sienten de veras, es una especie de sacerdocio que muchas veces no se ve recompensado, ni siquiera económicamente
Jaime se marchó contra la opinión de la familia y antes de partir le dijo a su progenitor: “Volveré como matador de toros y con el mejor coche que haya en el mercado”. Ostos triunfó y efectivamente, cuando se compró su primer coche, uno de aquellos espectaculares “haigas” de la época, regresó a la finca paterna, donde fue recibido cariñosamente como es natural, pero el padre, un hombre serio cuyas palabras eran auténticas sentencias, después de dar una vuelta alrededor del vehículo, le espetó a su hijo: “Magnífico coche, pero enséñame otro como este o de igual categoría dentro de veinte años”.
Y es que aquel hombre de campo, recio, trabajador y honesto, no creía “en el dinero ganado tan rápidamente, porque se va igual de rápido que llega”. Y Jaime Ostos, que consiguió ser una importante figura del toreo y amasar una respetable fortuna, rezongó como punto final: “¡Qué razón llevaba mi padre, me hice rico toreando, pero ahora estoy más tieso que la mojama!”. El toreo, para los que lo sienten de veras, es una especie de sacerdocio que muchas veces no se ve recompensado, ni siquiera económicamente.
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