Robles, entre el Viti y Capea. trinidad del toreo charro en la segunda mitad del siglo XX. Foto: Toros’92-Carlos Arévalo
El maestro charro, fallecido el 14 de enero de 2001, cuajó en la Feria de Abril del 89 una de las actuaciones más trascendentes de su carrera, un año antes del fatal percance de Beziers.
20 años sin Julio Robles
ÁLVARO R. DEL MORAL
El Correo, Sevilla /14 Enero 2021
Sevilla, 13 de abril de 1989: Julio Robles estaba anunciado en Sevilla –era el noveno festejo del abono- junto a Tomás Campuzano y Víctor Mendes para estoquear una corrida de los dos hierros de Manolo González que sería remendada con un toro de Peralta. El festejo iba a ser emitido por Televisión Española lo que, a la postre, daría una extraordinaria repercusión al acontecimiento... El diestro salmantino se vistió aquel día con un vestido azul pavo, con un bordado floral que prodigaban mucho los toreros en la bisagra de los 80 y los 90. Se había quedado fuera de Castellón y Fallas y el fielato de Sevilla –cuarto compromiso de su temporada- era vital para mantener y elevar el crédito ganado en esas últimas campañas en las que, desembarazado por fin de su crónica lesión de abductores, podía comenzar el año a todo trapo.
Y así fue... Todo el mundo pudo verlo por aquella televisión que en 1989 aún tenía dos únicas cadenas. La memoria rescata aquellas imágenes. Robles cuajó su mejor actuación en la plaza de la Maestranza y, seguramente, la tarde más trascendente para su plena satisfacción personal. Toreó perfectamente colocado, llevando a los toros –uno de Manolo González y otro de González Sánchez-Dalp- con esa redondez natural que sólo despierta la unanimidad y consiguió vencer cualquier reticencia interpretando el mejor toreo al natural mientras la banda de Tejera tocaba ‘Manolete’ hasta cortar una oreja a cada uno de sus enemigos.
Sensacional trincherazo de Julio Robles en la plaza de la Maestranza el 13 de abril de 1989. Foto: Toros’92-Carlos Arévalo
“Robles entró en Sevilla”. Así rezaba la crónica firmada por José Antonio del Moral, publicada en el número 62 de la recordada revista Toros’92. “Se encontró con dos toros y con ambos hizo un toreo de muleta de categoría”, señalaba el cronista advirtiendo que “los sevillanos, dispuestos a mirarle con la lupa que se usa para las figuras de Castilla, se le entregaron en cuanto vieron cómo se colocaba ante los toros, como transcurría cada muletazo... Así entró en la Maestranza Santiago Martín ‘El Viti’ hace ya bastantes años”. Las comparaciones con el gran maestro de Castilla -que tuvo que esperar a la gran faena al toro de Samuel Flores en la Feria del 66 para ‘entrar’ en la plaza de la Maestranza, cuatro años después de su debut ferial- eran inevitables.
Aquel día se rebasó una frontera. Julio Robles, que ya navegaba con soltura por las ferias, había traspasado así una de las últimas líneas que le quedaban para prestigiar su hueco en la primera línea, diecisiete años después de su alternativa barcelonesa y seis desde su definitivo despegue de las grisuras de la clase media del toreo, a raíz de la gran faena instrumentada en la plaza de Las Ventas -el 10 de julio de 1983- a un agresivo ejemplar del Puerto de San Lorenzo.
El diestro salmantino fue paseado a hombros después de cortar la oreja de cada uno de sus toros. Foto: Toros’92-Carlos Arévalo.
Un toro de Cayetano Muñoz...
Había pasado casi un año y medio y con él, se había afianzado la renovada vitola del diestro salmantino que, a punto de alcanzar la cuarentena, empezaba a ser llamado maestro. El 13 de agosto de 1990 llevaba 40 corridas de toros toreadas. Aquel día se anunciaba en Beziers, uno de los escenarios fundamentales de la muy taurina Camarga francesa. La de aquel día era, sobre el papel, una corrida más dentro del nutrido calendario veraniego del diestro charro que surcaba el mar del toreo disfrutando de su plenitud profesional.
En su agenda agosteña se habían anotado 23 contratos. Robles ya había pasado ese mes por Soria, Trujillo, Vitoria, Huesca, Palma de Mallorca y Gijón, donde llegó después de un complejo viaje y con el tiempo justo para vestirse de torero y marchar de nuevo a la plaza de El Bibio. Alternó con El Fundi –sustituto de El Soro- y Celso Ortega para despachar una corrida de Javier Pérez Tabernero. El periodista salmantino Javier Lorenzo reconstruyó en su momento con meticulosa exactitud todo ese periplo veraniego que sentenciaría la vida del torero y sacudiría como un mazazo toda la profesión.
Robles y su tropa tuvieron que afrontar un largo viaje de mil kilómetros entre el Cantábrico y el Mediterráneo para alcanzar Beziers. Había escogido el mismo terno pavo y oro que le había encumbrado en Sevilla en abril del 89 en otro día 13 del penúltimo mes de abril. Su nombre encabezaba un cartel que completaban Joselito y Fernando Lozano y los toros pertenecían a la divisa de Cayetano Muñoz... El primero de la tarde se llamaba ‘Timador’. Era también el primero del lote de Robles, que acertó a darle tres o cuatro lances antes de ser cogido aparatosamente, girando sobre el pitón del animal.
Cayó al suelo de mala manera, sobre las vértebras cervicales. Quedó tirado como un fardo. Aquel tremendo golpe no podía ser una voltereta más. “Salvadme, salvadme, no me dejéis morir...” susurraba Julio en el interminable traslado a la enfermería. No podía mover ni sentir los brazos y las piernas...
El toro de Cayetano Muñoz volteó a Robles, que se fracturó las vértebras cervicales al caer. Foto: EFE
Los peores pronósticos...
Los peores pronósticos se confirmaron en el hospital de Montpellier al que Robles llegó a última hora de la tarde a golpe de helicóptero. Era el mismo centro hospitalario en el que había sido atendido Nimeño II un año antes por una lesión muy similar. Las imágenes del percance del diestro salmantino empezaban a dar la vuelta a los telediarios mientras comenzaba una lucha muy distinta. Los trajes de luces iban a quedar atrás pero llegó la reivindicación del hombre y su legado y hasta una tímida y tenaz recuperación de los miembros superiores. Julio había quedado impedido, condenado a una silla de ruedas pero desde el primer momento sintió el calor sincero de los suyos, los hombres del toro, y encontró una comunicación especial con uno de sus más jóvenes compañeros: Enrique Ponce.
Junto al valenciano, en la cumbre de una de esas jaranas que sólo saben montar los toreros, Robles volvió a sentir el aliento de una res brava. Fue el 19 de octubre de 1997 en Cetrina, la célebre finca de Enrique Ponce en las Navas de San Juan que ahora ocupa otro tipo de titulares. Se celebraba el fin de la temporada después de que hubiera caído el último toro en la feria de San Lucas. Ya era de noche y soltaron una becerra en la placita campera. Robles se envalentonó y a alguien se le ocurrió atarle la muleta a la mano con una corbata. Le sostuvieron la silla y esbozó los últimos naturales de su vida rodeado de olivares. Ponce y El Litri auparon la silla a hombros y le sacaron de la plaza. Seguramente, era el mayor triunfo de su vida.
Poco más de tres años después harían lo mismo junto a El Viti y Pedro Capea –la gran trinidad del toreo salmantino en el siglo XX- portando su ataúd en La Glorieta de Salamanca para dar la última vuelta al ruedo de su vida. La sombra de ‘Timador’ era alargada; una grave e irreversible peritonitis que tardó en ser detectada por los problemas de sensibilidad derivados de la paraplejia le partió las tripas sin haber cumplido el medio siglo. Ahora hace 20 años.
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