El rey Felipe saluda al vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, durante el acto organizado con motivo del Día de la Fiesta Nacional. | Agencia EFE
El jefe de Estado no es ya el que galvanizó en su día a los españoles de bien, sino un zarandillo a las órdenes y al servicio de los mandamases de turno.
Ruido de alas
Aquilino Duque
|El Debate / 02 de enero de 2021
Uno de los efectos más señalados del golpe del 23 de febrero de 1981 fue el de poner fin al «ruido de sables» que tenía a los demócratas al borde del ataque de nervios. Dicho de otro modo, y no es la primera vez que lo digo, el resultado de aquella jugada de billar fue la carambola de acabar con el Ejército como «poder fáctico». Poco después, algún que otro capitán general de las antiguas regiones militares, al cesar en su destino y pasar a la reserva, decía algunas cosas que hasta ese momento había callado por disciplina. Ya, ni eso.
Cuando el crucero ‘Almirante Cervera’ cañoneaba a los sitiadores del cuartel de Simancas, el último mensaje que recibió fue: «Disparad contra nosotros. El enemigo está dentro». Tan dentro está ya, que pisa fuerte nada menos que en la sede de la mal llamada «soberanía nacional», donde no oculta su propósito de abrir en canal la misma Constitución que, con sus vicios congénitos, le ha franqueado el acceso. El destino de una Constitución, para la que pedí el «no» desde que cierto paisano mío anunciara, con toda la razón del mundo, que era la Constitución de la ruptura, no es cosa que me quite el sueño. A mí lo que me inquieta es la existencia de la nación española que, mal que bien, ha logrado sobrevivir unos años, los de la Transición, cuyo fin declarado siempre fue el «desarrollo de los estatutos de autonomía» reclamado por los barones feudales de las autonomías «histéricas» y coreado de vez en cuando por los de algunas de las «menopáusicas».
La institución garante de que esa Transición no fuera traumática no saldría muy airosa, que digamos, de las turbulencias del Estado de golpe en que degeneraría el llamado Estado de derecho. Todo empezó el 4 de febrero de 1981 con el abucheo de S.M. en la Casa de Juntas de Guernica, seguido dos días más tarde del cruento cumplimiento de una amenaza por parte del brazo armado de los abucheantes. No pasarían veinte días sin que S. M. reaccionara de forma contundente y, como alguien diría en ABC, al acabar «definitivamente con el residuo del Franquismo, el Juancarlismo se consolidó en España».
Más de un nostálgico de la república se declaró «juancarlista» de la noche a la mañana, sin abdicar por supuesto de sus firmes nostalgias, mientras que caía «todo el peso de la ley» sobre los tres o cuatro generales, «residuo del Franquismo», borboneados sin piedad pese a su acrisolada ejecutoria monárquica. Por otra parte, los componentes del orfeón bizcaitarra de Guernica, procesados por «desórdenes públicos», serían absueltos en casación y su conducta, calificada de «ejercicio de la libertad de expresión» por el Tribunal Supremo.
No le falta razón, por cierto, a un expresidente de Sala de ese tribunal tan magnánimo para lamentar, desde la tercera de ABC que:
«El que así se pronuncia rinde un merecido homenaje a quien ha prestado unos formidables servicios a España, porque… simultáneamente a afirmar su admiración por el rey Juan Carlos, niega el soporte hereditario de la institución en que estaba integrado».
No creo que este insigne hagiógrafo se refiriera a María Zambrano, quien, al reprocharle José Bergamín que aceptara el premio Cervantes, manifestó que lo hacía porque quien se lo otorgaba era «un rey republicano».
Otros republicanos venerables, protagonistas y testigos de las mudanzas de aquellos años, emitirían juicios variopintos, desde Carande, que decía de S. M. que era «un regalo que los españoles no nos merecíamos», hasta Bergamín y Sánchez Albornoz, que veían en él poco menos que la reencarnación de su antepasado don Fernando el Deseado. Tampoco faltó algún joven monárquico que, en fecha tan avanzada como la de la muerte del conde de Barcelona, evocara al Chateaubriand que dijo: «La ingratitud es virtud de reyes, pero los Borbones exageran».
Ese infame contubernio PSOE-PP abriría de par en par las puertas de la soberanía nacional a una chusma incalificable y delirante que no disimula su aversión a la presente Jefatura del Estado
El caso es que los sables del Ejército «franquista» irían a parar al Museo del Ejército, junto a los espadones del Ejército liberal de los pronunciamientos decimonónicos. Al Ejército le quedaba ya muy poco de franquista, porque el tiempo no perdona, pero, por si fuera poco, dejó de ser nacional por decisión de la derecha vergonzante en el poder cuando, para complacer a otra de las especies protegidas de la democracia, la separatista catalana, personificada en el proclamado por ABC «español del año», suprimió el servicio militar obligatorio. Ya antes, por si fuera poco también, se avino a la condena del Alzamiento Nacional del 18 de julio, sin el que muy probablemente nunca habría vuelto a España la monarquía, condena refrendada más adelante por el propio monarca al firmar el real decreto de la infame ley de la memoria histórica que deslegitimaba ab ovo su propia magistratura.
Lo mejor que ya podía hacer era abdicar y dejar paso a su legítimo heredero, a quien por lo menos había procurado darle la misma formación civil y militar que a él le dio la persona que lo puso en el trono. El nuevo rey lo tuvo más fácil, pues solo tuvo que jurar una vez, a saber, cumplir y hacer cumplir la Constitución vigente. Más de un concierto como el de la Casa de Juntas de Guernica, pero al aire libre del Nou Camp, tuvo que oír impertérrita S.M. de la multitudinaria cobla de la afición culé para reaccionar al desafío separatista, como su antecesor hiciera tiempo atrás.
La diferencia era que ahora no eran el sable y de paso el tricornio lo que había que meter en cintura, sino la barretina y el gorro frigio de una sedición callejera, en el mejor de los casos. Para mí por lo menos aquello fue la segunda oportunidad que había esperado en vano de su progenitor, es decir, que, del mismo modo que en febrero del 81 revalidó su magistratura salvando la democracia, la volviera a revalidar salvando a la patria. Estaba escrito que fuera su hijo y sucesor quien lo hiciera, con el mérito de que lo hizo a cuerpo limpio mientras claudicaba la clase política con el presidente del Consejo en primera línea, culpable toda ella de una tolerancia rayana en la complicidad, como no tardaría en demostrarse al pasarles el testigo a los sediciosos y hacer causa común con ellos frente a la insolente amenaza para su retablo de Maese Pedro de los que reaccionaron al rasgo del joven monarca enarbolando la bandera nacional.
Ese infame contubernio PSOE-PP abriría de par en par las puertas de la soberanía nacional a una chusma incalificable y delirante que no disimula su aversión a la presente Jefatura del Estado, cuyo titular no es ya el que galvanizó en su día a los españoles de bien, sino un zarandillo a las órdenes y al servicio de los mandamases de turno, al que se le dice a quién tiene que recibir y a quién tiene que visitar y que incluso, con el pretexto de la pandemia, tiene que guardar cuarentena.
La Constitución reserva un papel a las Fuerzas Armadas y el jefe del Estado luce los uniformes que correspondan cuando las ocasiones lo exigen. Tengo la impresión de que uno de los que luce con más frecuencia es el de Aviación. Puede que eso haya movido a una cuarentena de jefes y oficiales de esta arma en situación de retiro a elevarle una carta de apoyo y adhesión y memorial de agravios, del que copio un párrafo muy de actualidad por el reciente apaño del contubernio antedicho para la presidencia del dichoso Tribunal Supremo: «El acoso al Poder Judicial, el cual mantiene el equilibrio necesario con el resto de poderes en nuestra Monarquía Parlamentaria, es otro motivo de alarma. El intento de reformar otra vez la Ley Orgánica del Poder Judicial, con la intención de conformar un Consejo del Poder Judicial que responda a una mayoría parlamentaria concreta y coyuntural, representa una grave amenaza para la separación de poderes, ya que la acumulación de los mismos en uno solo, el Ejecutivo, aniquilaría de raíz nuestra democracia».
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