Hemos contemplado con el bol de palomitas y el morro pringado de bombón helado el planteamiento y el nudo de la tragedia. Ahora estamos ya en el desenlace. Igual de quietecitos que en los dos primeros actos porque somos muy, pero que muy demócratas y muy, pero que muy constitucionalistas. Vemos, sin pasmo y sin reacción, cómo la mesnada de la rapiña, integrada por la hueste de aldeanos arrebatados del separatismo y por la horda socialcomunista que, aún endomingada en su atavío, sigue llevando un odio agrio, rancio y seco en las sobaqueras y en las braguetas de sus monos milicianos, está a un paso y a un par de votaciones parlamentarias de conseguir lo que hace ochenta y seis años no pudieron lograr porque una pandilla de fascistas reaccionarios sublevados sacó en andas al Santo más español de toda la Corte Celestial: Sanseacabó.
Hoy, Sanseacabó es rehén del Padre Ángel y padece el Síndrome de Estocolmo, y la derecha española sigue siendo la misma, sigue siendo lo que fue hace ochenta y seis años. Sigue siendo como ese anciano impotente que hace décadas que solo acaricia de oído a una mujer. Porque así es como acaricia Feijóo a España, de oído en su silencio dominical, en su silencio de pereza, en su silencio de pasteles vespertinos servidos por sus pusilánimes mucamas parlamentarias cuando bosteza la última luz. La del ocaso. No esperéis el redoble de un galope ni la voz de una corneta antes de la consumación de la tragedia. Nada. Solo el ocaso. Sanseacabó. Fin.
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