Dudosamente inocente y sospechosamente culpable, he ahí la conclusión socrática del turbio veredicto que la Fiscalía le ha regalado a Juan Carlos I, el Rey que sólo fue fiel a su propia genética y a las inclinaciones derivadas de su borbónico ADN, y al que cuando venga de visita, cuando vuelva como regresa un perro a su vómito, no habrá ni un Romanones esperándole en el andén para darle la bienvenida y hacerle una genuflexión. Nadie. Ni su propio hijo, que ya se ha anticipado a proclamar urbi et orbi que no le quiere en la Zarzuela ni de inquilino peregrino ni de okupa en tránsito. Fue su propio hijo el que le acusó y le condenó, mucho antes de que la Fiscalía urdiese el apaño mitad indulto mitad pelillos a la mar, cuando renunció públicamente a la herencia de su padre porque, para Felipe VI, más que un legado honorable, el patrimonio paterno a heredar es un botín amasado en el Trono y en el nombre de España con la inmunidad y la impunidad explícitas en el “por ser Vos quien sois” democrático y constitucional.
Dice que de vez en cuando, de peras a uvas y de higos a brevas vendrá a España... de visita. Ni las putas tristes de García Márquez le esperarán moviendo el bolso en el andén. Traicionó a su padre, traicionó a Franco, traicionó a su Patria, traicionó a su mujer, traicionó a sus generales, traicionó a sus maestros, traicionó a sus preceptores, traicionó a sus cómplices, traicionó a sus amantes... Somos la memoria que de nosotros dejamos en los demás. He ahí tu legado, Juan Carlos.
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