A Ureña no le hace falta recordar la pena, el drama, ni el dolor de una fatal cornada una tarde de septiembre en Albacete de 2018 cuando un Alcurrucén le sacó un ojo y lo dejó ciego ya para siempre. No le hace falta recordarlo porque triunfos incontestables le avalan. Pero ahí está la recuperación titánica de un invierno de tinieblas que no mermó el ánimo ni melló el espíritu del torero que con la visión al 50% reapareció en Fallas. Cortó una oreja, que parecía premio menor en comparación con las dos de un Victoriano del Río al que desorejó en un San Isidro en el que paseó tres orejas y logró su primera puerta grande en esta plaza. No quedó ahí porque además firmó una tarde histórica en Bilbao en la que logró cortar cuatro orejas a las reses de Jandilla; que además aderezó con tres trofeos en Nimes, dos en Santander, la puerta grande en Valencia en Julio; dos orejas en Almería, dos en Murcia, dos en Logroño y una en Zaragoza. Acabó la temporada prepandemia como uno de los nombres de 2019.
Cambió de apoderado, apareció el virus, no se acomodó con los nuevos mentores y se le atragantó este tiempo sin toros. Errores o no, ninguno nada de eso puede condenar a un torero que se dejó la piel en el ruedo y lo regó con sangre, que sudó los triunfos, que se ganó el respeto y que emocionó con su toreo a lo grande. Ureña es el gran triunfador de la última temporada de normalidad en el toreo. Y parece que ha desaparecido o que se lo ha tragado la tierra. Más bien ahí lo han querido meter los empresarios sin complejos ni memoria. En Sevilla ni lo han llamado. En Madrid lo han dejado para el final olvidándose de las cinco orejas que cortó en las cuatro tardes en las que compareció en Las Ventas en 2019. Ureña podría apelar al drama que ha vivido pero no lo pretende. Un torero lo último que tiene que hacer es desprender pena. No es el caso.
Esta es la radiografía de la situación actual del toreo, de cómo se manejan los puestos de las ferias y de cómo se tratan los triunfos que se ganan en el ruedo. De cómo no se valora, ni se respeta lo que siempre fue sagrado. Si lo que se gana en la plaza no sirve para que puedan alzar la voz y estos se convierten en unas meras comparsas del cambio de cromos entre los poderosos, el toreo pierde su grandeza. Y su importancia. El toreo se ha vuelto insensible, injusto y desmemoriado. Y así se llega hasta perder el respeto con quien tiene el valor de enfundarse un traje de luces para emocionar a la gente, quien está dispuesto a derramar su sangre, quien es capaz de entregar su vida y su alma. Y, a cambio, tiene que sufrir el ninguneo del empresario que no es capaz si quiera de descolgar el teléfono.
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