Barquerito en Las Ventas. Fotograma: Plaza Toros TV
El gesto gentil, algo triste y cansado de Daniel Barenboim en la segunda parte del concierto de Año Nuevo en la Sala Dorada de la Musikverein. Apenas ha precisado agitar de la batuta para dar entradas...
Los músicos parecían arrobados por su eminente presencia. Era la tercera vez que dirigía el concierto de la Filarmónica de Viena y lo ha hecho probablemente con mejor pulso y más sobriedad que nunca. La orquesta ha sonado maravillosamente. Los Strauss, y no solo ellos, y no solo polcas y valses, pero valses y polcas tratados como exquisitas piezas sinfónicas. Me han maravillado la obertura de El Murciélago y la versión casi melancólica de la Armonía de las Esferas. Nunca las había escuchado así. La forma en que pautado al público el palmeo de la Marcha Radetzky ha dejado hueco sonoro a los músicos, que no siempre.
El discurso previo al Danubio Azul apenas ha podido escucharse. La voz cascada y débil del maestro, su fatiga, la evidencia de estar improvisando. La pandemia, la inestabilidad, la denuncia de la falta de entendimientos políticos, la reivindicación apremiante para que la música vuelva a la educación escolar. Algo más de dos horas, con un intermedio de casi media.
En el intermedio la ORF ha proyectado un recorrido por ciudades patrimoniales de Austria, con protagonismo de Graz y, sobre todo, Salzburgo. Las aportaciones paralelas del concierto -el ballet, el paseo de una pareja de enamorados por el casco histórico de Viena, las imágenes de la decoración floral tan recargada de la Sala y el mismo documental- no escapan nunca de una inevitable cursilería. Los planos de los maestros han sido expresivos, oportunos, casi didácticos. Los músicos parecían disfrutar y hasta han entonado más que bien la parte vocal del vals de los Noctámbulos de Ziehrer, que nunca antes. Antes de su última salida para saludar, Barenboim ha estrechado la mano de los cuatro cellistas, de los dos primeros de los segundos violines y de la primer violín asistenta. Con el concertino se ha fundido en un abrazo. Ha sido manifiesto el reconocimiento del maestro a los músicos. La reciprocidad, indisimulable.
He comido con apetito el menú diario. Anoche, por primera vez desde el día 13 de mayo en que me instalaron la sonda gástrica PEG, decidí utilizarla para algo más que agua, medicamentos y el hiperproteico Ensure Plus. Me pasaron los Otero dieciséis uvas de los racimos que se llevaban a Escalona para la Nochevieja y trituré y filtré doce de ellas. Un espeso zumo verdoso. Las uvas eran buenas. Aguanté hasta las doce y de campanada en campanada me fui administrando el zumo con golpes de jeringuilla como si fueran uvas enteras que entraran por la boca. Esta mañana me sabía a uva rancia todo el cuerpo y por segunda vez en los últimos siete meses y medio he tenido que recurrir al Almax diluido en agua. Ha servido el remedio. La palabrería de los dos presentadores de Las Uvas en RTVE me pareció estomagante. Creo que eso fue lo más indigesto. Y, luego, se me ha olvidado trasnochar, y el cuerpo protesta. Como una resaca de agua dulce.
Con la imagen de Barenboim en la mente grabada, el paseo obligado en una tarde de casi primavera. No había que ir a buscar el sol de los días de frío, sino casi todo lo contrario. He bajado Mesón de Paredes desde su cabecera en Tirso de Molina. Hacía mucho que no me la bajaba entera. Hasta la ronda. Es la calle más deteriorada del barrio.
Cerró la perfumería Ysusi el año pasado -qué pena- y ahí sigue esperando con el Se alquila pegado y sin postores. La rampa de caída de la calle empieza en el cruce con Encomienda. Desde ese punto, y en día tan despejado como el de hoy, se contempla a lo lejos un paisaje remoto y no urbano del primer sur de la periferia. Una vista extraordinaria. La calle es estrecha y la mirada, encajonada entre dos hileras de edificios, parece propia de catalejo, un catalejo vertical inesperado. La taberna de Antonio Sánchez, centro de las tertulias taurinas en muy pasados tiempos, estaba cerrada y el edificio oculto por andamiaje para restaurar la fachada.
Mesón de Paredes es la capital de la negritud de Lavapiés. Con sensible mayoría de senegaleses. La plaza de Nelson Mandela, ubicada entre Mesón de Paredes y la calle del Amparo, es el centro de operaciones, juegos y reuniones. En el repecho de la plaza de Cabestreros ha sobrevivido la fuente de piedra con su inscripción de República Española. Es del año 31, no mana. Todas las fuentes de Madrid en vía pública están cegadas. Había un restaurante Mandela en la calle Independencia junto a Ópera y cerró. Y ahora el bar bueno de las dos plazas de los senegaleses se llama Mandela. A partir del Mandela se acentúa la pendiente.
Aquí estuvieron la Inclusa y el Colegio de la Paz para niñas pobres. Todo fue en su momento pasto de la piqueta. La enorme manzana vacante no terminó nunca de ser atendida. La mayor parte del espacio liberado es una plaza desafortunada que solo alivian las ruinas reconstruidas y embellecidas de la iglesia y colegio de las Escuelas Pías de San Fernando que fueron quemados en los primeros días de la Guerra del 36. La estatua de Agustín Lara -tamaño natural, muy logrado el retrato en bronce- no está lucida ni bien situada. La corrala entre Sombrerete y Tribulete, emblema mismo de las corralas de Madrid, está casi fosilizada y sus muros, vandalizados. Tribulete y aledaños es barrio moro. Teterías, barberías. Ni restos del cine Lavapiés ni del Molino Rojo, del que fui asiduo. Por Tribulete he cruzado a Embajadores. Había pelea de dos moritos en el parque del Casino. Están haciendo una interminable reforma en la Tabacalera. El edificio de la antigua Escuela de Veterinaria, ahora Instituto Cervantes, enfrente de la desolada Tabacalera, es el menos afortunado de los de Jareño en Madrid. Y ya en la Glorieta de Embajadores, esponjado cruce de caminos, pero castigada por tres o cuatro edificios neomodernos años 60 que no se dejan querer.
Ha empezado la cuenta atrás para San Fermín. Uno de enero…
FIN
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