Hay imágenes, aromas, sensaciones, que de manera inconsciente e irremediable te trasladan a lugares y momentos, te sugieren vivencias o recuerdos y, desde luego, suscitan deseos y necesidades.
Paco Delgado
Burladero / 20 de enero de 2022
Ya Proust lo puso de manifiesto cuando, a partir del acto de mojar una magdalena en el té -y sirviéndose de casi cinco mil palabras y un montón de páginas- le llegan a la memoria fragmentos de su infancia, de tiempos ya idos, especialmente de ratos que pasó en casa de su tía.
La mera exposición a un estímulo desencadena automáticamente un recuerdo intenso del pasado, eso está claro, y la visión, por casualidad, de lo que será un cuadro de Diego Ramos me llevó inmediatamente no sólo a una plaza de toros, sino a mi infancia.
Se trata de una obra en la que se ve a Morante de la Puebla citando con la derecha, firme, presentando la muleta y con gesto serio y concentrado, como estudiando o midiendo la reacción de un toro que se intuye pero no se ve.
Pero más que la pose, la planta del torero o el muletazo que se adivina a continuación, lo que me enganchó a la imagen fue la combinación del color, la textura, la superposición de capas, los empastes... todo ello me llevó de pronto a la contemplación de los primeros carteles de toros que vi cuando era muy pequeño, obras de Roberto Domingo, Ruano Llopis, Reus y, sobre todo, Cros Estrems, que por aquellos años estuvo muy en boga y que para mí -no sé si por ese reflejo proustiano- es uno de los mas grandes autores que utilizó la cartelería taurina.
Tengo guardados dos carteles -tengo muchos, pero esos, un trincherazo de Paco Camino y un adorno de Diego Puerta con la capa, son mis preferidos- de Cros que cada vez que los veo me llevan a los años sesenta del pasado siglo, a la plaza de toros de Albacete y al patio de mi casa -que, efectivamente, era particular-, en el que tantas horas pasé disfrazado de torero imaginando grandes faenas -instrumentadas al viento o, como mucho, a mi querido “Virus”, el primer perro que he tenido- y triunfos clamorosos en los mas importantes cosos del mundo.
Mucho han cambiado las modas y los gustos desde hace medio siglo. Y a ello no se escapa el mundo del cartel taurino, tan importante y tan, como tantas otras cosas, poco tenido en cuenta.
Hasta hace relativamente bien poco aquellas obras de Domingo, Ruano, Reus o Cros seguían siendo la base de los mismos, en una fusión de espacios -la ilustración por un sitio, el texto por otro- que técnicamente descalificaban al conjunto como cartel propiamente dicho, puesto que este elemento publicitario exige una unidad de la que aquellas piezas carecían. Pero eran, como acuñó el cartelista valenciano Josep Renau, un grito en la pared, una llamada de atención que captaba la atención del espectador.
Últimamente el cartel taurino se ha visto renovado e interpretado de mil formas diferentes y con mil técnicas distintas. Algunas de excelente factura pero, la mayoría, carentes de gancho, no digo de atractivo formal, sino de interés real para el público objetivo. Arte conceptual y abstracto, realizado no pocas veces por aficionados y a través de programas informáticos que dejan poco a la vena artística del autor y su capacidad real. Por no hablar de auténticos bodrios, algunos firmados por gente de nivel y, se supone, categoría, que sirven para publicitar ferias de postín y plazas de primera. También aquí parece que todo vale y cualquier cosa apaña para salir del paso.
Es por ello que una imagen como con la que de nuevo Diego Ramos me obnubila y sorprende - y, una vez más, maravilla- no sólo me haga volver al pasado sino que proyecte en mi mente y ánimo la urgente e imperiosa necesidad de ver una corrida de toros. Y de eso se trata.
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