Emilio de Justo
La cogida
JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ
Pues aquí estamos de nuevo, la vieja piel y la vieja ceremonia, en la piedra de Las Ventas, en la primera corrida de toros de Madrid en la temporada 22, la de los dos patitos. Dos años sin temporada llevamos encima, por más que haya habido algunos festejos de índole testimonial en los que, sin el fragor de la lucha de lo que es una temporada de las de verdad, se han producido notables hechos a los que uno ni ha asistido, ni ha tenido el más leve interés en ellos. De aquellos, el principal, según relataron los presentes en el mismo, fue una especie de epifanía de Julián de San Blas en la que, frente a un novillo o becerro demostró las canónicas cuatro patas del banco del toreo: parar, templar, mandar y cargar la suerte, lo que convierte en algo extremadamente más dañina su anti-escuela feísta proclamada a lo largo de casi un cuarto de siglo, basada justamente en la negación de esos principios. La otra fue la eclosión de Emilio de Justo, con unos triunfos de Puerta Grande madrileña que cada cual debe poner en su justo valor.
La cosa es que para la importante corrida del Domingo de Ramos, señalada fecha en el calendario taurino de la capital y apertura de una temporada ya marcada por la normalidad, se decidió programar un festejo con Emilio de Justo como único espada frente a seis bureles de seis ganaderías distintas, para darle más variedad a la convocatoria.
En lo previo a esta corrida ocurrieron al menos tres cosas que se deben reseñar: en primer lugar la inútil comparación con el Domingo de Ramos (Domingo de Pasión, más bien) que protagonizó Iván Fandiño, cuando el de Orduña hizo un descomunal envite de los de all-in en el que perdió hasta la camisa y del que salió investido como héroe crepuscular, ya siempre en el equipo de los buenos, frente a los poderes fácticos del taurineo que golosamente disfrutaron con cada mano que el torero iba perdiendo. Nada hay en la propuesta de Emilio de Justo de esta tarde que haga referencia o que pueda recordar a las especiales condiciones que dieron lugar a aquella dramática apuesta de todo o nada de Fandiño de aquel inolvidable 29 de marzo de 2015.
En segundo lugar, una especie de incomprensible pugna que se produjo en las llamadas “redes sociales” entre los que se dedicaron a apostar por el fracaso de la convocatoria, basando su argumentario en la incapacidad del extremeño para llenar la Plaza y los que, de manera decidida, creyeron en el tirón del torero, que finalmente casi logró llenar la Plaza.
Y en tercer lugar el ya consabido rechazo veterinario a los toros a los que siempre les ponen pegas, en este caso al de Victorino Martín y al de Palha, que fueron descartados por los eminentes profesores Urquía, Fernández y Gutiérrez, imagino que por la consabida “falta de conformación zootécnica”, que es algo así como como lo del valor en la mili para la cosa veterinaria. No les tembló el pulso a los albéitares para aceptar al segundo, Almirante, número 40, un colorado con una joroba en el sitio donde debería haber un morrillo, que por capa y conformación recordaba al camello de las cajetillas del tabaco. A esto estamos acostumbradísimos y fue una simpática ocurrencia del equipo veterinario el hacer este guiño a la afición, para que se vea que, en sus graves ocupaciones, también cabe el sentido del humor.
Junto al ya reseñado camello o dromedario, aprobado cum laude, hubo un cárdeno de Pallarés, Romano, número 32; otro cárdeno enano de Victorino, Platero, número 30, que vino en lugar del expulsado; un cárdeno salpicado de Victoriano del Río, Duplicado, número 145; un feo negro de Palha también de recuelo, Santanero, número 923, y un colorado de Parladé, Serenata, número 6. Esos eran los seis que el hombre propone y de los que Emilio de Justo solamente pudo catar el primero, porque Dios dispuso que, tras el percance que sufrió el torero al entrar a matar a ese primero, la tarde fuese entera para el sobresaliente Álvaro de la Calle. Aquí cobra pleno significado la palabra “encerrona”, con las que algunos se refieren mal a estas corridas de un solo espada, porque más bien una encerrona es aquella situación “en la que se consigue que una persona se vea obligada a afrontar algo inesperado”, que lo dice la Real Academia, que no lo digo yo. Y vaya si la persona Álvaro de la Calle, veintiún años de alternativa, se vio obligada a afrontar lo inesperado de tener que vérselas con cinco toros, el que más, el que menos, de cinco años, en una Plaza prácticamente llena en la que nadie, ni uno solo de los espectadores, habían ido a verle a él.
El primero de la tarde, el único que mató Emilio de Justo, era un toro muy armónico y bonito. Un saludo de capote bastante normal, ganando terreno en cada lance, fue la tarjeta de presentación de De Justo, aclamado y animado por la gran mayoría de los asistentes. El toro ni cumplió en varas, pero luego se vino arriba en banderillas mostrando un tranco alegre y vivo y enseñando las bondades de su pitón izquierdo durante la brega. Quizás no era la idea del torero, pero al venirse el toro hacia él, comenzó a torearle por la izquierda, consiguiendo tres series despegadillas en las que dio la impresión de que toreaba más el toro que el torero, muy vitoreadas; luego se cambia la muleta a la derecha para certificar en dos series que ése no es el pitón bueno del toro y, de nuevo vuelve a la izquierda para obtener los naturales de más enjundia de la tarde. A continuación enloquece al público con tres o cuatro trincherillas al paso para situar al toro y le iguala en la suerte natural, el toro se descoloca y le vuelve a igualar en la suerte contraria y en el embroque el toro le caza con el pitón derecho, el malo, sacándole de la corrida.
Cuando los altavoces de la Plaza, la mítica megafonía de Las Ventas, dan la explicación de lo que va a pasar: “grsffffggggg srrrrfgttttd srrsrsfffuiu la Calle”, ya nos imaginamos que Emilio de Justo no está en condiciones de torear y que su puesto lo toma el primero de los sobresalientes.
-“Tó pa ná”, dice un fatalista en la Andanada.
Aquí conviene darse cuenta de que cuando un torero se prepara para una cita tan espinosa como la del cartel de hoy, sus pensamientos, sus emociones y todo su conocimiento durante el tiempo que media entre el día que se acuerda la cita y el día que se verifica están ocupados de manera total por la importancia del compromiso aceptado. Eso debe ser tenido en cuenta a la hora de juzgar la entereza con la que Álvaro de la Calle, que venía a Las Ventas como aquél que dice “de espectador”, se encuentra súbitamente en la tesitura de tener que vérselas con una corrida de expectación en la que él era simplemente un actor, y no de los principales. Por eso debe ser resaltada, en primer lugar, la solvencia y el oficio con las que el salmantino aceptó su sino y el gran esfuerzo que hizo a lo largo de toda la tarde por dar diversidad a sus trasteos y por rescatar esta corrida de toros naufragada, sin sucumbir al impacto de vérselas él solo en Las Ventas con cinco toros que no eran para él y ante un público que, como se dijo antes, no había ido a verle a él.
Ponerse a juzgar a Álvaro de la Calle toro a toro sería una injusticia y una desfachatez, porque lo reseñable de esta tarde es que él se esforzó en dar una tarde de toros, la que fue capaz de dar, sin trampa ni cartón, mostrándose netamente en su carácter. Y, además, que se ponía de frente a los toros para matarlos, que la estocada a su primero, segundo de la tarde, fue de una excelente ejecución, que por ahí quedaron algunos naturales de peso y también unas denodadas ganas de agradar con el capote, que oyó rugir a la Plaza de Madrid en las fases iniciales de su trasteo al cuarto, que saludó un par de ovaciones y que se llevó una vuelta al ruedo. Ole por él.
Y luego hay que hablar un poco de los toros, porque hay que ver qué corrida le habían elegido a Emilio de Justo, que se dice pronto lo alegre y vivo que fue el primero, el de Domingo Hernández, ansioso de echar una mano, el de Victorino tonto del haba y de baba, el de Palha, que salvo por lo feo que era no se comía a nadie, el de Parladé, para ponerle a tirar de un carro. Y dejamos para el final a la máquina de embestir de Victoriano del Río que iba, iba, iba y no paraba de ir, ni una mirada ni un mal gesto, como un mayordomo de esos ingleses que llevan un chaleco de rayas con botones de latón, el toro a cuerda, que ni protestó cuando el matador se amontonó un poco con él: el toro que todas las vacas quieren para sus hijas.
Se saltan las lágrimas al recordar la redada bovina que le prepararon a Fandiño comparándola con esta selección de alta joyería que le habían vendimiado para hoy a De Justo. Acaso el Palha fue el único con el que había que pensar un poco más, pero si imaginamos el transcurso de una tarde triunfal con un toro quinto de algo de picante para poner el contrapunto, se imagina que el objetivo trazado era salir de Las Ventas como mínimo con media docena de orejas debajo del brazo, porque ahora toca hablar del público, que acaso por la larga sequía o vaya usted a saber por qué transmutó la habitual aspereza del sanedrín de Las Ventas en dulce y leve bizcocho con merengue, y la gran mayoría de los asistentes abandonaron el tradicional “a ver qué pasa” madrileño por el “hoy va a ser una tarde de triunfo”. No pudo ser.
FOTOGRAFÍAS: ANDREW MOORE
Romano, de Pallarés
Álvaro de la Calle
Serenata, de Parladé
Platero, de Victorino
José Chacón
Duplicado, de Victoriano
Santanero, de Palha
Almirante, el jorobado
Álvaro de la Calle
Final
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