La Constitución es para sus innumerables intérpretes (la mayoría de ellos ni se la han leído) como el esfínter de la célebre Gata Flora, que si se la menten chilla y si se la sacan llora. En ella cabe de todo porque dicen que en ella cabemos todos, desde los que exaltan con patriotismo (constitucional, por supuesto) la inquebrantable Unidad de la Patria, hasta los que la quieren destruir, que son, por cierto, con los que más ronronea la Gata Flora.
Yo no quepo en ese venerado texto esquizofrénico en el que los que apelan a la Unidad de la Patria defienden con más entusiasmo aún el derecho a tratar de destruirla democráticamente por los legítimos representantes del no menos legítimo separatismo. No se puede soplar y succionar a la vez, es físicamente imposible. Tal y como es metafísicamente imposible defender la Unidad de España y amparar, a la vez, el derecho democrático de los separatistas a despedazarla.
Yo no quepo en la Constitución ni en sus fastos conmemorativos, porque no creo que nadie, absolutamente nadie, tenga derecho democrático a sembrar y regar las semillas del separatismo. Nadie, tal cual se establece en las democráticas constituciones de Alemania, Francia, Italia y Portugal, por ejemplo, naciones en las que además, y para mayor reforzamiento y blindaje de sus unidades territoriales, el delito de Sedición está severísimamente castigado en sus respectivos Códigos Penales. No, no quepo en la Constitución española ni en las mentiras políticas y jurídicas de sus exégetas del orfeón de la derecha y del coro de la izquierda, que cuando unos chillan los otros lloran, y viceversa, mientras la Gata Flora ronronea con los separatistas. Claro que, como decía Borges “Dios creó al gato para que el hombre, en su infinita estupidez, creyese que podía acariciar al tigre”.
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