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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

domingo, 16 de marzo de 2025

Debate y misión de la tauromaquia / por Pepe Campos

 

Análisis de «Tardes de soledad» de Albert Serra en el contexto de su estreno. La tauromaquia entre el desconcierto, la riña social y la antropología

Debate y misión de la tauromaquia

Preámbulo
A la altura del mes de marzo de 2025 la tauromaquia entrará de nuevo en un periodo de controversias. La primera de ellas será la causada por el estreno de la película de Albert Serra, Tardes de soledad (2024). Adelantemos que, por un lado, muchos aficionados a los toros no entenderán esta obra —además, de numerosos no aficionados— porque es una propuesta de arte novedosa que realiza una cala en la perspectiva de lo mítico en el mundo de los toros, y eso —saber ver lo mitológico, hoy— supone poseer un cierto nivel cultural, un aspecto en fase de desaparición en todos los estamentos sociales, debido al grado de enseñanza mediatizada que se imparte —que se ha impartido desde la instauración de la logse— y a la eficaz difusión de consignas pastorales progres que se esparcen a través de los medios de comunicación de masas, día tras día. Al mismo tiempo, nos atrevemos a apuntar que desde la esfera más taurina —los defensores de las figuras del toreo y de un modo pragmático de la técnica de torear—, a pesar del Premio Nacional de Tauromaquia 2024, censurarán al creador del filme por no plegarse a los intereses del poder taurino. A su vez, por el otro lado, determinados sectores de población biempensante de nuestra sociedad —en terminología de ayer, a revisar— transfigurados en gente buenista, verterán sobre la tauromaquia —sin comprender el film— sus deseos prohibicionistas. Una benevolencia de los grupos progresistas acostumbrados a obligar, a los que no piensan como ellos, a seguir unas normas de vida y moral determinadas por el bien de una sociedad futura, de personas anónimas y mecanizadas —obviados sus congéneres coetáneos—, y disfrutonas, que hacen uso de la naturaleza, a modo, para servirse de ella, para patearla, trillarla, acotarla, controlarla y enmarcarla. Un grupo de personas éste abducido por la anglobalización —en donde campea el festín de lo natural, con sus caprichos sobre el mundo animal, como el mascotismo—, que unido a las ideologizaciones propias del mundo contemporáneo —dictado de ideas y de programas— consigue metas universales, únicas y finales.

De todo ello surgirá una vertiente del debate. La otra se manifestará por la entrada en el Congreso de Diputados de una propuesta antitaurina —una ILP— con la intención de derogar la protección de la tauromaquia como patrimonio cultural, una ley que fue aprobada en 2013, tras la amenaza que supuso la derogación de las corridas de toros en Cataluña en 2010 —luego corregida, pero el daño ya estaba hecho—. La pretensión prohibicionista de ahora está promovida y respaldada por el partido político Sumar y por las formaciones independentistas de nuestro país, tras haber recogido 500.000 firmas para introducir la votación en el Congreso. De aquí una deriva, la disputa social sobre los valores de la tauromaquia, una realidad que parece no ser tomada en serio por muchos de los aficionados a los toros. Es algo que aparecerá y desgastará a quienes aman al mundo de la fiesta de los toros. La cuestión se centra, en cierto modo, en que no se entiende por qué no se frena desde la vida política española, un aspecto que afecta a la identidad de nuestra cultura —un acuerdo PSOE-PP, sin tener que comprometer a VOX—, sino que, por el contrario, ciertos grupos políticos —de izquierdas, nacionalistas y animalistas— de mayor o menor rango, atacarán a los toros para conseguir la derogación de la protección al espectáculo taurino, y dar un paso al frente acercándose a un planteamiento de abolición de la fiesta táurica. Se sufrirá un cuestionamiento y se producirá una erosión, ante lo que parece no habrá, por parte de los aficionados a los festejos taurinos, una estrategia de contención y de defensa del derecho a la libre acción cultural de los ciudadanos que comparten, en este caso, los valores intrínsecos de la tradición taurómaca, detentada en la Península Ibérica y procedente de las magnas culturas del mundo cultural/ancestral mediterráneo y atlántico, que nos han precedido y nos han creado como civilización europea. La controversia va a ser cansina —no nueva— agotadora y manida, dado que vivimos —en democracia— en el reino de las opiniones, y no en el de los saberes y los conocimientos. Véase en La república de Platón. Un mundo de hoy pertrechado a escuchar a aquél que habla y opina, alejado del silencio y de la reflexión, y cercano al mercado de palabras vanas que recorren las redes sociales.

Análisis

Así las cosas, vayamos a una parte esencial de estos debates que se van a producir, creemos que lo más interesante corresponde y se muestra en el filme Tardes de soledad del cineasta catalán Albert Serra. Una película filmada a lo largo de varios años, por Serra y su equipo, alrededor de la actividad como matador de toros de Andrés Roca Rey. Una cinta cuyo contenido nos permite relacionarlo con la obra de José Ortega y Gasset, El libro de las misiones —años treinta del siglo XX—. Donde «misión» simboliza «lo que un hombre tiene que hacer en su vida». La vocación o «la conciencia que cada hombre tiene de su más auténtico ser que está llamado a realizar». Todo ello, en función de las necesidades de la sociedad de la que el hombre forma parte. Ortega y Gasset habla de la misión del bibliotecario, de la persona que conserva y transmite el valor de la escritura, con lo que entraña, que al estar contenido en los libros se fundamenta como trascendente, por los saberes acumulados, necesarios para mantener nuestro nivel de cultura y grado de civilización. Ortega y Gasset también señala la misión de la universidad, o de la iniciación hacia lo humanístico y lo científico, que se transfiere mediante la misión del profesor o del maestro, el hombre culto que enseña cultura, cimiento de la civilización, un requisito de una sociedad avanzada. Ortega, igualmente, refiere la misión de la traducción —del traductor— como eje de la traslación de todos los saberes de todas las lenguas —las lingüísticas y las gramáticas, los vocablos y sus significados— a todas las personas en su máxima fidelidad, para que sean útiles y aplicables y guarden la verdadera memoria histórica. Y bien, situándose y encontrándose ahí las reflexiones de José Ortega y Gasset, en su cometido de señalarnos la importancia de la conducción y de la regencia de la cultura, para que la sociedad sea un organismo organizado, entendible y viable: nos lleva a pensar a nosotros hoy a que existen otras misiones o vocaciones de los hombres, para transferir lo más valioso del pasado humano, para que nos aproveche socialmente. Aquí, entonces, el valor de la transmisión del mito y del rito, origen de la idea civilizatoria y del auténtico progreso que da consistencia a una sociedad completa, lograda y ultimada, como es la nuestra, la hispánica, que sobrevive desde lo atávico.

Esa misión antigua y nueva del traslado de los valores míticos del ayer al hoy, se depositan en la figura de un sacerdote, transmisor del alcance de la concepción religiosa que indaga en lo oculto, es decir, en aquello que el hombre desconoce. Desde ese ángulo, para nosotros, los habitantes de la Península Ibérica, uno de esos sacerdotes, depositarios de una misión esencial, transmisores de conocimientos antiguos indispensables para la existencia y cohesión de la civilización, es el matador de toros: el sacerdote táurico, custodio de uno de los saberes primarios: aquél que posee la comprensión e imparte el discernimiento, y le da luz, en torno a: «en qué consiste y dónde se sitúa, la línea tenue que separa la vida, de la muerte, en lo humano, en lo natural y en lo social». Este sacerdote subsiste en la cultura hispánica y como decíamos es el matador de toros, que durante la época de fiestas y celebraciones anuales en las culturas peninsulares —y allende, en el sur de Francia y en ciertos territorios de Hispanoamérica, por haber sido transferido el secreto— recrea la misión —su misión— de la administración de «la razón de por qué la presencia de la vida y la muerte en la vida de los hombres y de los animales». El ritual de la tauromaquia lo enseña, lo atesora, lo manifiesta y lo entrega a la sociedad y a sus individuos: una iniciación: el conocimiento de por qué nacemos, vivimos y morimos. Hablamos de un asombro de orígenes divinos, en el que tenemos que sondear, investigar, averiguar y meditar para llegar a los secretos que establecen que el hombre pueda existir, y para cuya subsistencia las personas y sus grupos luchan contra la naturaleza, un cosmos ajeno a la vida de lo humano, pero lugar donde se da la vida, en liza, en lucha, la del hombre y la del animal. Pues bien, en este meollo filosófico se ha introducido el filme de Albert Serra, en el por qué de la misión del matador de toros que todas las tardes en las que celebra el rito de la tauromaquia tiene que luchar con el toro de lidia, con su propia ética, para librar la batalla de enseñar a los hombres, de distintos pueblos y poblaciones, en qué consiste el combate por la vida, porque el humano quiere sobrevivir, permanecer, evolucionar y no desaparecer de la faz del planeta tierra.

Tardes de soledad, indaga en las figuras del matador de toros y en la del toro de lidia, éste segundo protagonista, el animal que permite el mencionado enfrentamiento del hombre con el medio. En la corrida de toros se representa la lid que refleja por qué el ser humano surge de la vida de la natura y progresa en su actividad colectiva, a base de empeños, de tareas, de contiendas…En el film observamos al matador de toros peruano Andrés Roca Rey en todas las facetas de su diversa misión como sacerdote táurico. La primera a la hora de vestirse, de enfundarse el traje de luces en el hotel, en pausada ceremonia, concentrado junto a su mozo de espadas en ir posicionando en su cuerpo todos los elementos y aditamentos de ese prolija indumentaria en la que consiste el vestido de los toreros. Son momentos de reflexión, de mirarse hacia el interior de la persona, de imbuirse de razones y de valor, para poder después, en el combate con el toro, exhibir toda la energía vital necesaria para dominar al tótem —el animal— y torearlo —engañarlo, pasarlo— alrededor del cuerpo todas aquellas veces que sea preceptivo hacerlo; en la fase perseverante de arte, de trabajo, de quehacer, de «hacer lo que hay que hacer», diría José Ortega y Gasset, en donde se vuelca la vocación del matador de toros, con su ética, su moral y su conocimiento. Una cognición basada en la experiencia, en sacar a escena el elixir y la sustancia que contiene la vivencia acumulada del espada a partir de la brega, es decir, en la labor versada, aprendida, en el filtro de numerosas ocasiones anteriores, desde las primeras novilladas sin caballos que el artífice practicó, hasta la última corrida de toros plasmada en días cercanos, posiblemente, el mismo día anterior. El matador de toros realiza su misión, torear, todas las tardes que se lo pidan para practicar el rito, la ceremonia, de la lucha, del enfrentamiento, desigual, de inteligencia —la del torero, aunque también con fuerza— y de ímpetu instintivo —el toro bravo—, de cuya reiteración artística surge un debilitamiento físico del astado, después de la pugna con el capote y la muleta, de donde el animal sale preparado para la muerte, momento de la máxima exposición del sacerdote, ante el burel, «el momento de la verdad», cuando usará la espada para matar al astado para demostración de lo que es la vida y la muerte en el universo o en el mundo conocido del hombre.

Habíamos dejado al matador en la habitación del hotel vistiéndose con su mozo de espadas antes de la corrida. En esos instantes se observa un silencio durativo y medicinal, un tiempo circunspecto, la atmósfera precisa que requiere la aprehensión de misterios que servirán para dramatizar la tragedia que viene a ser la corrida de toros, en donde la tauromaquia —como hemos indicado— se pone al servicio de la sociedad a través del sacerdote o artífice. Aparece entonces la segunda faceta del torero —hemos adelantado el núcleo de esa labor— la de torear en la arena. Para explicarla, Albert Serra, sitúa cámara y sonidos en los lugares que le interesan para resaltar lo épico, la tarea del héroe, la del hombre, y el desgaste en la pelea —por perderla irracionalmente— del tótem, el toro de lidia. Los micrófonos que llevan los toreros y están colocados en el toro resaltan la refriega y clímax de la lucha. Las cámaras situadas en las plazas de toros —Las Ventas, La Maestranza de Sevilla, Vista Alegre de Bilbao y Cuatro Caminos de Santander— acercan el drama. Para la fase esencial de la faena moderna dentro de la tauromaquia, aquella que realiza el torero con la muleta ante el astado, el autor de la película, Serra, instala novedosamente la cámara más arriba de lo habitual, allí donde el encuadre horizontal enseña la parte superior del cuerpo del toro, su testuz, su morrillo, el dorso, el lomo y la grupa, en un primer término; y en un segundo, el torero, su busto, tronco, extremidades superiores, cabeza y cara, donde se refleja la ocupación en la que está, el trabajo de la misión emprendida y la consiguiente fatiga. Ante esta sucesión de imágenes, aquél que no conoce el oficio del torero no puede cerciorarse de la técnica empleada, mientras que el espectador aficionado a la tauromaquia sí la percibe, sí distingue el sistema taurino de Andrés Roca Rey, su entrega, su manera de llevar a los astados, su perfección o desajuste en los pases que da y que establece para dominar al animal —el toro bravo—, fin último de su cometido, de su empresa como sacerdote táurico, que culminará con el uso del estoque —lo habíamos apuntado—, normalmente con acierto, sin demasiadas demoras, pues Roca Rey, usa con criterio la espada en la suerte de matar, para que el toro de lidia muera con la dignidad debida y buscada. Por ello, Tardes de soledad, acierta al elegir a este matador como protagonista de la cinta. También, por el empleo del torero en las restantes fases de su función taurina. Incluso, por su cierto mutismo cuando llega a las plazas en el coche de cuadrillas y cuando sale de las mismas terminada su empresa de lidiador y estoqueador, tarde tras tarde.

Hay un tratamiento del papel del toro bravo en la corrida, en el encierro, en su desempeño en la película, como ser que lucha con el hombre y representa, por ello, al mundo natural, al medio no racional que rodea a los humanos y que sigue su curso, su itinerario de vida, aunque con merma por la intervención de la cultura y de la civilización, de la tecnología, allí donde existe el género humano. Digamos que ese papel del toro de lidia se basa en vender cara su muerte, luchar hasta el fin, alcanzar con sus defensas al hombre para vencerlo; en una pelea que se hace factible que pierda porque su irracionalidad le impide acceder a una táctica, a una técnica concreta para ganarle al hombre. El matador sí puede transmitir su técnica a otros hombres, pues es la misión de la cultura. El toro siempre se encuentra en el lugar primigenio, con la ventaja moral de que no sabe qué puede ocurrir, sólo conoce a lo que se enfrenta en el momento y resuelve con sus armas instintivas, poderosas, brutales, sin dosificación ni mella en la crueldad que pueda emplear y que es superada por la sutileza técnica del matador, por su afán de cumplir su encomienda, su razón de ser, que parte de la vocación, de «lo que él y sólo él tiene que hacer y que la sociedad necesita». Así, con la muerte a espada de los astados la muerte se hace digna, natural, necesaria. No hay pena en ello. Pues mayor crueldad esconde en todos sus actos, sin saberlo, la naturaleza. El hombre y el toro en la tauromaquia cumplen una misión, que representa el por qué de la existencia de todos los seres que habitan el universo y su difícil acomodo en el mundo. No sabemos si es Dios quien elige esto. Éste es otro enigma. El interrogante que despeja el matador de toros —el sacerdote táurico— es ser eje central de la lucha de la vida, que está presente en todo momento, en todas las actividades, en cualesquiera de las cuestiones en las que se emplea el hombre porque de pronto está vivo, vive y se siente obligado a seguir existiendo. El aficionado a los toros es el hombre curioso que quiere saber, indagar, investigar en qué consiste el meollo de lo humano, de lo natural y de lo animal. Y por ello va a los toros, y decide seguir asistiendo a ese espectáculo en el grado que su deseo de enterarse pueda convertirle en un conocedor de misterios, en un filósofo de la vida. Tardes de soledad es un homenaje a todo lo que concierte al humano y que no le es ajeno.

(Ilustración: José Manuel García Hernández, Fragmento del Monumento funerario de Joselito «el Gallo». José Manuel García Hernández. Imagen digital, 2025. Interpretación sobre (Mariano Benlliure), Monumento funerario de Joselito «el Gallo». Cementerio de San Fernando, Sevilla, 1926)

Pepe Campos

Bujalance (Córdoba), 1957. Doctor en Historia. Profesor de Historia de España y Cultura popular española en la Universidad Wenzao, Kaohsiung, Taiwán. Autor de El toreo caballeresco en la época de Felipe IV: técnicas y significado socio-cultural (Real Maestranza de Caballería de Sevilla, Universidad de Sevilla, 2007), y Toreo clásico contemporáneo (Ediciones Catay, Taichung, Taiwán, 2018).

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