
El Greco, "Visión del Apocalipsis de san Juan" (detalle)
Presentarse como buena persona se ha convertido hoy en día en un vicio virtuoso que nos aboca a la guerra, a la soledad, a la destrucción de todo lazo familiar.
Las buenas personas
David Souto Alcalde
Siempre han existido vanguardias puritanas de la ciudadanía, auténticos escuadrones de la moral reinante que predican con la laringe y desdicen con el ejemplo. Son las buenas personas, esas almas en pena encantadas de conocerse a sí mismas que, en cuanto se sienten protegidas, alzan la voz para insultar al prójimo que se ha desviado de la oficialidad llamándole “negacionista”, “machista”, “tránsfobo” o, más recientemente, ”trumpinejo” y hasta “neo-facha”. Su honra depende de sacarle el honor al mayor número posible de individuos, pues si todos los ciudadanos fuesen honorables ellos no podrían destacar entre la multitud. Son lobos disfrazados de abuelitas, diabólicos beatorros que confunden a los mortales presentando el mal como bien y el bien como el mayor de los sacrilegios. Siempre tienen la palabra “legalidad” en la boca y hablan mucho de “derechos humanos” aunque no reclamen, a menudo, más derechos que los de sus manos (y no hablo de Errejón, Monedero o Ábalos). Su desvergüenza llega tan lejos que a una feminista venerable como Lidia Falcón la han acusado, por criticar la ley trans, poco menos que de genocida y de ir en contra del derecho internacional. Cambian el sentido del bien sin problema alguno y se dedican a menudo, insisto, a defender el mal.
Las buenas personas existen en oposición a las personas que se limitan a ser buenas, malas o regulares dependiendo del momento, porque son personas antes que ninguna otra cosa y se contentan con la naturaleza humana que les permite tener juicio crítico para determinar cuándo han obrado bien y cuándo se han pasado de frenada. Pero desde la llegada de Trump al poder vivimos una invasión ilegal de buenas personas inducida por los medios que toma visos de convertirse en apocalíptica, y que pone en peligro la existencia misma de la personalidad. Un tanto inquieto ante este despliegue de moralina, me he permitido comentar el discurso de algunas de estas gentes sin mácula para animarlas a que cambien de hábitos y retornen a la humanidad.
La industria audiovisual y la destrucción de la familia
Si hay un gremio en el que abundan las buenas personas es el de la industria audiovisual, es decir, el de actores, guionistas o cineastas que, desde los Premios Feroz hasta los Oscar pasando por los Goya, pisan la alfombra roja vestidos de cardenales modernos (¡hasta Pablo Iglesias se puso el esmoquin siempre que fue!) para sermonearnos acerca de lo que está bien y lo que está mal. El nivel de inmoralidad al que están llegando es golgotiano. En una lucha cuerpo a cuerpo por ver quien es más terroríficamente virtuoso han pasado de defender, mediante la película Salve María, que una madre contemple la posibilidad de matar a sus hijos (confunden la depresión postparto, ahora que ya casi nadie pare, con una apología animalista del infanticidio) a afirmar como ético el desentendimiento de la crianza por parte de los padres.
El candidato a mejor persona del año en este sentido ha sido Eduard Solà, guionista de Casa en flames, quien en nombre de las mujeres denostó la crianza como un “modelo basado en la renuncia a una vida propia” y pidió entre lagrimones que “construyamos un mundo en el que los cuidados no se sustenten en el sacrificio de nadie”. Puede que esta boutade les suene bien, pero ¿se imaginan a los adultos del futuro presumiendo de padres que no se han sacrificado por ellos ni tan siquiera cuando eran niños y necesitaban toda su atención, porque han preferido ser competitivos, acumular experiencias, y tener una vida propia? Hay verdades que son tan necesarias como inalterables, y una de ellas es que los cuidados son indisociables del sacrificio porque el sacrificio, base del verdadero amor, supone renunciar a un bien menor para obtener un bien mayor que nos trasciende dando sentido a nuestras vidas. Cosa muy distinta es reclamar ayudas a la conciliación por medio de escuelas infantiles o vales-canguro, pero sólo un enajenado puede creer que es posible cuidar de un niño sin sacrificarse, es decir, sin reestructurar por completo la vida que uno llevaba antes de ser padre o madre y sin «renunciar» a muchas cosas.
Pero no nos engañemos, en el fondo lo que Eduard Solà está haciendo es ofrecer un arreglo intergeneracional a esos abuelos primerizos de hoy en día para que se sientan buenas personas no cuidando de sus nietos y acepten como un mal menor, en la inconciencia del momento, que sus hijos, bellísimas personas, tampoco cuidarán de ellos cuando lleguen los años de la vejez incapacitante. Es algo así como un Pacto de Toledo intersanguíneo que tiene como objetivo destruir la familia y sustituir el amor y el sacrificio por relaciones mercantiles de cuidado en forma de contrato alegal que se le extiende a una mujer, a menudo hispana, para que se encargue a tiempo completo de limpiar mocos y cacas mientras renuncia a su prole. Es la lógica señorita, deshumanizadora y suicida, de Los santos inocentes extendida al grueso de la sociedad en un movimiento viral, sin límite aparente, que nos podría llevar a los civilizados occidentales a reclamar el derecho a desentendernos por contrato de un hijo o de un padre. (No es broma: algo así ya ha sido ensayado en intentos de reducir las relaciones sanguíneas a contratos revisables, como el movimiento en defensa del derecho a desheredar por completo a los hijos, animado por productos financieros como las hipotecas reversibles que ansían despatrimonializar la familia.)
Trump, Trump…, el diablo Trump
Pero no perdamos el hilo. Estábamos hablando de las buenas personas, y no hay mayores seres de luz en estas últimas semanas que los que, en nombre de su bondad y la maldad ajena, tachan a Trump de espécimen inhumano por querer poner fin a la guerra de Ucrania. Uno podría pensar que los medios de izquierdas están llenos de alertas contra las segundas intenciones del magnate de los pelos amarillos, ante los cuales «oro teñido, el sol defeca en vano», o que los medios de derechas nos desglosan la engañifa trumpiana por la cual la UE ha acabado entrando por el aro y destinando no sé cuántos miles de millones a comprar armas, en gran medida, al complejo industrial militar americano. Pero nada de eso. Lo que nos encontramos a un lado y a otro es una llamada a la guerra y a la preservación, en nombre de la moral, del régimen colonial-genocida de legalidad internacional post-1945. Dada la gravedad de la situación me limitaré únicamente a los medios de izquierdas (en mi anterior artículo me he ocupado de nuestra derechita afrancesada).
No sorprenderá a nadie, claro (aunque asuste), leer en El País a Héctor Abad Faciolince, quien afirma, con el tono bélico del que no se juega la propia vida a sus sesenta y seis años de edad que «si Europa no se prepara para lo peor y si no permanece unida, la última fortaleza de los ideales democráticos y liberales de Occidente podría caer en manos de Trump o de su aliado Putin». Pero impresiona, indigna y nos deja ojipláticos leer en Diario Red, el periódico de Podemos, «Arrogancia yanqui, derrota europea, tragedia ucraniana», de Franco Berardi, «Bifo», quien lanza salvas de amor al demófilo Zelenski y lamenta que «uno contiene la respiración mientras los dementes blancos del Ku Klux Klan mundial desatan su última danza». ¿Quién quiere una derecha teniendo esta izquierda y extrema izquierda que añora el hipócrita orden mundial, impuesto a costa de millones de muertos inocentes por EE. UU., primero mediante las doctrinas de Woodrow Wilson (un kukluxkanero de verdad, no de los de Semana Santa), y después, tras la Segunda Guerra Mundial, por Bretton Woods y las operaciones nazis encubiertas de la CIA?
Tenemos que ser muy claros en este sentido (aún a riesgo de escandalizar a las buenas personas). Pretender que la guerra de Ucrania continúe con la excusa de combatir a los malvados rusos para evitar así que nuestras jugueterías se llenen de matrioshkas y nuestras católicas iglesias de iconos ortodoxos, significa seguir viviendo en un marco de control mental propio de la Guerra Fría. Es una ilusión racista y carnicera que con el fin de combatir al supuesto enemigo ha llevado, entre numerosas matanzas, a que sólo en 1965 se asesinaran con complicidad americana a casi un millón de ciudadanos sospechosos de ser comunistas en Indonesia, o a que países del mundo hispano-luso fueran intervenidos con sanguinarios gobiernos-títere que recuerdan a Zelenski. (Si no me creen en lo de Indonesia, pues lo otro ya lo conocen, lean El Método Yakarta, de Vincent Bevins, o vean The Act of Killing, el documental de Joshua Oppenheimer sobre esta hecatombe).
Sé muy bien que es duro despertar de ese metaverso atlantista de buenos, malos y destinos manifiestos tipo El Rey León en el que nos han metido a todos desde la etapa embrionaria, pero piensen que es aún más difícil para la generación de los que crecimos jugando con Gijoes y aplaudiendo en la tele a los amigables cascos azules. Nosotros nacimos a la libido y a la edad adulta adorando en directo a Marta Sánchez cantando Soldados del amor a los militares en una fragata en plena Guerra del Golfo, antes de que estos derrotasen al malvado Sadam Hussein. Siempre creímos que nuestra guerra era la paz, que estábamos en el lado correcto de la historia y que éramos buenas personas que debíamos apoyar a muerte a «los buenos». Pero ahora llegan los reproches, sufrimos los desajustes y no nos queda otra que volver a ser personas sin más.
Permítanme, por eso, ofrecerles un resquicio de esperanza y mostrarles que hay gente que ya está dando un giro radical a sus vidas y cambiando en la buena dirección. El otro día fui al Monasterio de Oseira, en San Cristovo de Cea (Orense), y me encontré con un rostro familiar, que aún una semana después no acierto a saber a quién se asemeja, pero que me llenó de ilusión. Era una monjita, como con habla aragonesa, que había sido liberal, pero que se había arrepentido y había decidido venir allí, como había ido Carlos V a Yuste, a redimir sus pecados. Se llamaba Federica Jimena, le temblaba un poco la voz, y mostraba ademanes de santa. Había sido comunista en su juventud además de fumona y un poco hippie, y había tomado tan a pecho la traición de Estados Unidos y el mundo libre a Ucrania que, entre rosario y rosario, estaba considerando hacerse putinista para combatir a Trump. Era una monja buena aunque puñetera, deslenguada y libidinosa, pues se movía entre los monjes a los que debía servir (pero a los que desafiaba con la mano abierta y el gesto agresivo) mostrando un atractivo de raza, a caballo entre Conchita Velasco y Manolete. Decía que ella no estaba para complacer a nadie, que por la ley trans tenía tanto derecho a ocupar aquel espacio como un monje, y defendía a gritos su intención de reconvertir aquel monasterio semivacío en convento y fundar la orden de las Ayusianas.
Tardamos poco tiempo en congeniar y en hablar de política y de la historia de España. Para complacerla le dije que era una monja trabucaire, similar a esos curas carlistas que atravesaban el barro, armados, para defender la patria hispana, pero se enfadó de tal manera que se sacó los hábitos y quedándose en camisa, me amenazó. Ya calmada, adivinando mi buena intención, me explicó que ella de tradicionalista no tenía nada, que era o liberal o comunista, es decir, siempre moderna. Retomando el ritmo normal de la respiración, sonrió, se disculpó por su ataque de cólera y me invitó a que nos fuésemos al refectorio a meter entre pecho y espalda un pulpo á feira y algo de cachucha. Entre tajada y tajada, con voz secreta, me dijo que ella era una monjita muy dada a esoterismos, a ciencias ocultas y a señales divinas. Sacó de su bolsillo unas estampitas entre las que pude reconocer, entre Santa Plácida y San Benito, a Margaret Thatcher, a Reagan y al Papa Wojtyła. Barajó aquellas imágenes como si nos dispusiésemos a jugar al tute y, guiñándome un ojo, puso una boca abajo, pidiéndome que fuese yo quien le diese la vuelta.
—¿Quién es?—me preguntó, sacando la puntita de la lengua.
—Es Harry Truman, el presidente—contesté, desconcertado ante aquella foto en blanco y negro.
—¿No lo ves? Truman, True Man, hombre verdadero—, repuso, con fuerte acento aragonés, dándose una palmada en la frente—. Es nuestro padre y guía.
Sabiendo de su irascibilidad decidí no contradecirla demasiado. Me explicó que ella, tras haber leído cientos de libros sobre política contemporánea y escrito alguna que otra decena, había llegado a la conclusión de que pese a toda la leyenda negra la «doctrina Truman» había traído mucha paz al mundo y que había que restaurarla en contra de los tribalismos y en defensa de un mundo global y unido, ya fuese comunista o capitalista. Se despidió de mí de manera muy afable, dándome gran un abrazo, pidiéndome que la visitara en cuanto pudiera y diciéndome que lo más importante, al margen de lo que uno piense, es ser buena persona y anti-trumpista. /Brownstone España/
David Souto Alcalde es escritor y doctor en Estudios Hispánicos por la Universidad de Nueva York (NYU). Ha sido profesor de cultura temprano moderna en varias universidades estadounidenses. Especializado en la historia del republicanismo y en las relaciones entre política, filosofía y literatura, en los últimos años se ha centrado en explorar los fundamentos del autoritarismo contemporáneo: tecnocracia, poshumanismo y globalismo. Es colaborador habitual de distintos medios y miembro fundador de Brownstone España.
Excelente artículo. Una verdad entre tanta mentira de la prensa oficialista de esta dictadura rojo-separatista con terroristas incluidos bajo el mando del cabrón de Sánchez. Fernando J.L:.
ResponderEliminar*Un artículo profundo y de gran altura intelectual y moral*. Conviene leerlo. Y, si es necesario, dos veces, para tratar de entender su trascendente mensaje.
ResponderEliminarDespués deberíamos preguntarnos hasta qué punto nuestro pensamiento sigue bajo el control establecido por las satánicas elites en 1945.
Y, por favor, sin hacernos trampas en el solitario. Ser inconscientemente _woke_ no es ser buena persona, sino colaborador necesario de los malos.
Un síntoma inequívoco de haberse dejado llevar por el canto de las sirenas es estar alineado con la demonización "preventiva" de *Trump* y presentar *al corrupto e irresponsable Zelenski* como su débil víctima propiciatoria. Al "malvado dictador" *Putin* lo crucificaron mucho antes, había que cargarle la responsabilidad de esta estúpida guerra. La amenaza ya no es el cambio climático antropogénico, ahora es el "Ejército Soviético" que aspira a invadir Valdepeñas para apoderarse de sus vinos, mucho más saludables que el fuerte vodka patrio. Y lo malo es que el cuento va calando en el manso rebaño.
*Mientras nos hacen mirar para otro lado y siguen fomentando la invasión islamista que ya asola nuestras ciudades* (que se lo digan a nuestros compatriotas canarios o de Salt).
Practiquemos el sano ejercicio de ser los verdaderos dueños de nuestras opiniones.
¡¡Dios salve a Occidente!!
Luis Ibáñez