
'..hasta ahora nadie sabe cómo derrotar por completo a una potencia nuclear, y Rusia es la primera del mundo. ¿De qué sirven tanques contra un enemigo atómico? Lo que nos lleva a sospechar que quizá, solo quizá, no es contra Rusia contra quien nuestros señoritos piensan armarse, sino contra un “enemigo” mucho más cercano: nosotros..."
El espejismo ruso
Carlos Esteban
Trump ha despertado a su país del sueño de que América —permítanme el abuso onomástico— es una idea. Ha sido la fantasía canónica durante demasiado tiempo que los Estados Unidos, en consonancia con su nombre neutro y genérico, venía a ser un club al que uno pertenecía con sólo apuntarse, sin padre, sin madre, sin genealogía.
Había en semejante noción algo del narcisismo patológico de todo imperio, algo así como el israelitismo británico del Rule, Britannia o el virgiliano Tu regere imperio populos, Romane, memento, un pueblo-misión, la ciudad en lo alto de la colina y todo eso. Nada, en fin, tan vulgar como una nación étnica, como un reconocerse en la historia vivida y la sangre compartida. Nada, agh, tribal.
Y supongo que era una idea interesante para una charla de sobremesa mientras, pese a todo, el país siguió teniendo hasta hace relativamente poco una abrumadora mayoría de blancos, los más de ellos de origen anglosajón, hablando inglés y con instituciones, mentalidad, fe y cultura sólidamente enraizadas en las Islas Británicas, que es de donde ha salido el invento. Hasta que la llegada masiva de gentes procedentes de civilizaciones suficientemente ajenas a la propia inició un proceso de malestar social que llevó a la victoria de Donald Trump. Porque nadie está dispuesto a morir por la patria si la patria no es algo parecido a la familia, a la casa de uno.
Leo de segunda mano (por Hughes) de un tipo aleccionándonos desde un periódico de que nuestra patria ahora es Europa. No es una colaboración espontánea, no es fruto de un súbito y personal brote de entusiasmo patriótico, sino algo parecido a esos editoriales compartidos por toda la prensa durante la pandemia, las nuevas instrucciones. Ursula está en modo napoleónico —no recurriré a la otra analogía, demasiado cercana a la historia familiar de los Von der Leyen—, aunque nadie haya convertido formalmente a nuestra unión de mercaderes en una alianza militar, y hay que prepararse para la guerra con Rusia que, otra vez, es culpable, qué destino el suyo.
Pero no, Europa no es mi patria, ni la patria de nadie. Al contrario, Europa es un espacio en el que se inventaron las patrias en su sentido moderno de Estado nación. Europa es, al menos desde la Reforma, el convencimiento de que hay que odiar a Inglaterra salvo que haya que aliarse con Inglaterra para odiar a Francia, y así. La Europa de verdad, la Europa que ha existido realmente y nos ha forjado, nos ha hecho furiosamente españoles, precisamente franceses, agotadoramente ingleses, irremediablemente alemanes, y así. Ser europeo es regocijarse de que haya existido Juana de Arco, pero entendiendo que Juana de Arco estaba poseída del ardiente y místico deseo de expulsar a los ingleses de su tierra.
Nos dicen que Rusia, que históricamente ha mirado al Oeste con admiración y temor pero rara vez con codicia territorial, quiere devorarnos, así que «Europa» tiene que gastar un billón de euros en rearmarnos hasta los dientes y avivar el ardor guerrero en los jóvenes holandeses, italianos y otros nacionales de este vecindario malavenido.
Sólo que no tiene sentido, nada tiene sentido aquí. Hasta ayer nos decían que los rusos estaban a la cuarta pregunta, que estaban sacando chips de las lavadoras para ponerlos en sus misiles y avanzando por Ucrania a lomos de mula porque no les quedaban tanques. Y hoy nos enteramos de sus aviesas intenciones de llegar a Lisboa. A pesar de que los países de la UE, en su conjunto, tienen cuatro veces la capacidad industrial de Rusia y gastan cuatro veces más en defensa. No sé, no me cuadra.
Como no me cuadra que un país o grupo de países anuncie urbi et orbi: «Rusia nos plantea una amenaza existencial porque nos va a invadir. Ahora no estamos preparados, pero vamos a gastar una barbaridad de dinero en prepararnos y en unos cinco o seis años nos veremos las caras». No soy experto en estrategia, pero algo me dice que no es lo más prudente del mundo avisar a tu enemigo de tus intenciones. Si es que las intenciones son reales.
Tampoco veo, como decía al principio, al europeo alistándose en un ejército transnacional bajo la bandera azul de las estrellas. Ni siquiera sería morir por Europa, sino apenas por la elefantiásica burocracia de Bruselas, por la misma entidad funcionarial que está, no ya permitiendo, sino estimulando una invasión bastante más real y tangible procedente de culturas muy distintas y distantes. Los drones y misiles están muy bien, pero en último término alguien tiene que arrastrarse por el barro para clavar la bandera.
Entonces me acuerdo, y todo me parece más claro. Recuerdo todas las mentiras que nos colaron durante la pandemia para imponernos atrocidades distópicas sin sentido alguno, para controlarnos del modo más humillante y para arruinarnos. Y recuerdo sus cuentos climáticos, muchos de ellos tan fáciles de desmontar. Y su creciente aversión por la libertad de expresión y la voluntad popular.
Y entiendo. Si se puede robar a costa de una emergencia sanitaria, imaginen lo que nos pueden sacar con la excusa de una guerra. Un billón de euros: hay para todos (ellos). ¿Y qué hay más parecido al control social total que un cuartel, que la obediencia debida en tiempo de guerra? ¿Qué delirios de dominio no justifica una guerra?
Por último, hasta ahora nadie sabe cómo derrotar por completo a una potencia nuclear, y Rusia es la primera del mundo. ¿De qué sirven tanques contra un enemigo atómico? Lo que nos lleva a sospechar que quizá, solo quizá, no es contra Rusia contra quien nuestros señoritos piensan armarse, sino contra un “enemigo” mucho más cercano: nosotros.
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