'..lo que se ve, y no siempre, es una magnífica serie de imágenes en constante repetición. No hay toreo. No hay apenas ningún interés real por el Arte de Cúchares. No hay arte -a excepción de la alta costura del traje de luces-. No hay narración. No hay historia. No hay más que lo que hay por mucho que se fantasee con premios, tertulias y demás parafernalias de las cuales hay que desconfiar por salud física y mental..'
Capricho
Gonzalo Ortigosa
Arte y ensayo digno del regocijo de una tauromaquia de plástico. Albert Serra, un director de cine esteta, tranquilo y paciente narrador se da el capricho de apostar sobre seguro y utiliza los toros.
Porque puede y porque quiere. Porque sí. Pero con El Quijote lo hizo bien. Repetir durante ciento veintiséis minutos tres escenas en primer plano y salir triunfador es para desmonterarse en este mundo de mentiras o verdades a cuartos. En bucle:
El interior de la furgoneta con la cámara impidiendo la realidad, el torero en contacto con el toro inmersos ambos en una constante turbulencia cinética y la muerte del toro real, sangrienta y sentida. Unas pinceladas de habitación de hotel y luego que digan los demás.
Y dicen claro. Se trata de toros, se trata de uno de los mundos más ricos que existen. No vamos a decir. Se aprovechan para hablar del rito y el mito, de la ética y la estética, del sol y la sombra y de lo sagrado y lo profano. Pero la verdad, lo que se ve, y no siempre, es una magnífica serie de imágenes en constante repetición. No hay toreo. No hay apenas ningún interés real por el Arte de Cúchares. No hay arte -a excepción de la alta costura del traje de luces-. No hay narración. No hay historia. No hay más que lo que hay por mucho que se fantasee con premios, tertulias y demás parafernalias de las cuales hay que desconfiar por salud física y mental.
Qué poquito hay y con qué poquito te conformas. Podría haber durado quince minutos o la vida del torero. Qué más da. Arte y ensayo. Es un capricho. Y no es bueno. Es pasajero, es un entretenimiento elitista para pasar el rato. Un aburrimiento aristocrático.
Todo esto bien podría haber sido una disertación para nada encubierta sobre una de las lacras de la tauromaquia, un defecto inherente al núcleo de los toros, la adulación exhacerbada, el elogio falso, la mentira amable, la eterna lisonja que roza la bufonada. Esto es universal, otra de esas cosas que el mundo de los toros hace que se extrapole a la vida diaria. Una constante aprobación superlativa e incoherente por momentos que apenas ceja de ir más allá de los límites soportables. Adulación. Así lo diría el Maestro Juncal:
adulación, halago, alabanza, lisonja, loa, coba, peloteo, zalamería, carantoña, lagotería, lambonería, lambetada, lambetazo, lambisconería, cumbo, copaleo, incienso y lametón.
Roca Rey no es un torero que aguante el peso del toreo. Ni el actual ni mucho menos el atemporal. Posiblemente esta sea la razón por la cual al director, conjeturo, le hayan aconsejado que el primer plano es indispensable a la hora de retratarle junto al toro; que mejor no abra el plano para dejar en evidencia las ventajas y los trucos de un torero osado y necesario. Roca Rey es tan figura del toreo como la cinta de Albert Serra una pieza maestra del cine que versa sobre tauromaquia. Ambos necesarios y a los que debemos estar agradecidos, sí, pero ni mucho menos cumbres de nada.
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