"...Suelen ser personas a las que ayudé a conseguir lo que querían sin pedirles jamás nada material a cambio, salvo la fidelidad a la amistad que les regalé. Nunca me harté de darles de comer y de beber como tampoco de que utilizaran mis coches en infinidad de viajes. Les he abierto las puertas de mis casas en donde han dormido varias veces. Les he presentado e introducido a y en todas mis amistades..."
- Yo no creo en el Infierno. Pero si existiese, estoy seguro que terminaríais entre las llamas de sus hogueras por los siglos de los siglos. Claro que, ese infierno es, muy precisamente, el que venís sufriendo en vida.
A mis enemigos les corroe su enfermiza envidia
Aunque la ignorancia es el mayor y el más eficaz de los desprecios, advierto a todos los que – o a quienes, porque creo que siempre son los mismos aunque se disfracen de mujer – persisten en atacarme en su baldío propósito de aburrirme para que deje de escribir o incluso para que desaparezca del mundo taurino, que sus comentarios corrosivos contra mi persona no me afectan lo más mínimo y que, puntualmente, envió todos a la papelera.
La envidia es el peor de los pecados porque, quienes la sufren, nunca consiguen desprenderse de ella. Nacieron así. Generalmente, por herencia materna aunque sus padres sean o hayan sido buenas personas. Hijos de madres igualmente envidiosas de por vida que trasmiten su fatídica perversión a sus hijos aunque quizá no a todos. Pero cuantos lo heredan, superan en maldad a la de quienes les parieron.
Suelen ser personas a las que ayudé a conseguir lo que querían sin pedirles jamás nada material a cambio, salvo la fidelidad a la amistad que les regalé. Nunca me harté de darles de comer y de beber como tampoco de que utilizaran mis coches en infinidad de viajes. Les he abierto las puertas de mis casas en donde han dormido varias veces. Les he presentado e introducido a y en todas mis amistades que, por supuesto, también les han favorecido aunque reconozco que no me faltaron advertencias de algunos sobre sus más que posibles traiciones que, desgraciadamente, se han cumplido en muchos casos. Escondidos en el anonimato o en la tumultuosa obscuridad de las noches festivas, se reconcomen en sus propias porquerías.
Qué pena más grande me dais por saberos atrapados en la dichosa envidia hasta que dejéis de existir. Yo no creo en el Infierno. Pero si existiese, estoy seguro que terminaríais entre las llamas de sus hogueras por los siglos de los siglos. Claro que, ese infierno es, muy precisamente, el que venís sufriendo en vida. Bastante castigo tenéis porque sois vosotros mismos quienes os lo administráis sin límite ni medida alguna.
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