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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

jueves, 22 de mayo de 2014

La leyenda del torero hereje / Por Ignacio Camacho


Cornada a El Cordobés el día de su confirmación 
en Madrid el 20 de Mayo de 1964

"...Ayer, en una mañana plomiza de color asfalto, Manuel Benítez descubrió en Las Ventas un azulejo memorial de la tarde de lluvia, sangre y charcos en que detuvo el pulso de Madrid hace medio siglo..."

La leyenda del torero hereje 

Por Ignacio Camacho / ABC
Todavía guarda el porte arrogante, el brillo retador, carismático, en su mirada de galán crepuscular y remansado

Llegó a tener varios aviones privados en aquella España que arrancaba en un 600. Era un Beatle castizo, un albañil desclasado, un quinqui huérfano, rebelde y audaz tocado por la gracia desmelenada de un héroe olímpico que vivía asomado al vértigo perpetuo de la tragedia. Carismático, vividor, conflictivo, levantisco y casanova, El Cordobés fue un huracán de emociones que cimbreó la médula social de una nación a medio desperezar de la modorra triste del subdesarrollo. Dotado de una despejada inteligencia intuitiva, de una empatía natural y espontánea, abarrotaba las plazas, hipnotizaba a lasguiris y fascinaba a los escritores que venían de safari intelectual a la reserva antropológica del franquismo. Se retrató con presidentes yanquis y lo retrataron con actrices de Hollywood. Si hubiese sido un boxeador le habría compuesto una canción Bob Dylan. Tuvo su reportaje inmortal en la pluma de Lapierre y Collins, que dibujaron con su peripecia turbulenta un fresco histórico impregnado del dolor aún vivo de la guerra; de ahí nació el mito internacional, posthemingwayano, que lo proyectó como un símbolo y le otorgó encarnadura de personaje literario. De un personaje que había nacido, como Rimbaud, para revolucionar el infierno.
Ayer, en una mañana plomiza de color asfalto, Manuel Benítez descubrió en Las Ventas un azulejo memorial de la tarde de lluvia, sangre y charcos en que detuvo el pulso de Madrid hace medio siglo. Cuentan las hemerotecas que cerraron los comercios de medio país y que en las vísperas se disparó la venta de los televisores casi recién llegados a una España en blanco y negro. El toro lo cogió, claro está, porque su lidia tremendista y sin distancias, su desafío a la ortodoxia de los cánones, hacía de las femorales el frágil puente entre la miseria y el éxito. Sus cicatrices eran el afrodisíaco de las mujeres que asaltaban sus hoteles y sus camas y el código que medía sus pioneras cotizaciones millonarias. Su poder de seducción consistía en una apuesta perpetua contra sí mismo; toda la arrebatada velocidad de su vida la agitaba el motor de un suicida coqueteo con la muerte.

Ganó él y ahí anda, a los 78 tacos, con el flequillo indómito, algo kennedyano, y la sonrisa magnética; remansada ya su insumisión de robaperas en una sentenciosa campechanía de terrateniente pero con el hechizo intacto, el porte arrogante y un brillo todavía algo subversivo en la mirada de galán crepuscular, de volcán en reposo pero no apagado. Conserva la energía retadora de una personalidad inabarcable, desbocada, que llevaba dentro el veneno de la singularidad. Su consagración de gloria ha quedado escrita en una placa de cerámica autóctona pero el fenómeno torrencial de su fama popular necesitaría todo el mármol de Macael para poder registrar el esplendor de su leyenda

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