Enntre Messi y Manzanares, Valle-Inclán
Los toros y el fútbol consisten en desmayarse delante de un enemigo inválido. Trincherilla y tiqui-taca
Ignacio Ruiz Quintano
En el ferial sevillano las calles llevan nombre de torero. En Pepe Luis Vázquez, 8, recibe Marisa Martín, que tiene a los gitanos de Utrera cantando «La quiero a morir», con Jaime Ostos bailando en el redondel. Y allí todos los payos te dicen lo mismo:
—¿Vihte a Manzanare? ¡Qué arte, hiho!
Hablan del Manzanares que indultó a un Cuvillo en La Maestranza, y uno, con Cuvillos de por medio, no discute.
Vivimos otro andancio cursi, como corresponde a toda época de caída de valores, donde los toros y el fútbol consisten en desmayarse delante de un enemigo inválido. Trincherilla y tiqui-taca.
—Hemos ganado al equipo más rico del mundo —desliza Guardiola (no el ganadero, por Dios), sino el «alter ego» de Zapatero.
El «equipo del pueblo» (Pandiani), que «juega un fútbol de izquierdas» (Guardiola), gana «al equipo más rico del mundo» (Guardiola), lo cual (la riqueza) es «indecente» (Platini), cosa que la UEFA sanciona con árbitros que han convertido la semifinal Madrid-Barcelona en una caricatura de «El mariachi» de Robert Rodríguez.
¿Cuánto incienso no llevamos olido a cuenta del tiqui-taca? Sin embargo, el Mejor Equipo de la Historia por obra y gracia del tiqui-taca, el juego ofensivo por antonomasia, en 4 partidos, y jugando 11 contra 11, le ha metido al Madrid totalitario de Mourinho un gol y al contraataque, razón por lo cual, y en aras a los principios del tiqui-taca, debió ser anulado.
Un día preguntaron a Valle-Inclán si había arte en los toros. Y respondió:
—La mayor manifestación del arte es la tragedia. El autor crea un héroe y le dice al público: «Tenéis que amarle». ¿Y qué hace para que sea amado? Le rodea de peligros, y cuanto mayor es su desgracia y más cerca está su muerte, más le quiere el público. Porque el hombre no quiere a su semejante sino cuando lo ve en peligro. Un niño está jugando en esta habitación, y no le hacemos caso. Pero el niño se acerca al balcón y está a punto de caer a la calle; entonces, todos gritamos: «¡Ese niño!».
Ese niño es Messi («un niño de Dickens», según Terry Venables), poseído del espíritu tramposo de Piolín. Se cuelga de la cintura de Adebayor, y luego se tira al suelo, para que la abuela, que es el árbitro, le pegue, como le pegó, al grandullón el paraguazo de una tarjeta amarilla. Es lo que «L'Equipe» llama «la victoire du jeu», que puede tener cierta gracia en Messi, pero no en el zangolotino de Busquets, la milana bonita del marqués de Del Bosque.
Pero estábamos en los toros, con Valle-Inclán:
—Cuanto mayor es el peligro del torero, mayor es la amenaza de tragedia y más grande es la manifestación de arte. Quitemos a los toros la facultad de matar, y ya no hay fiesta, porque no hay tragedia, no hay arte.
Pobre Valle-Inclán.
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