Para eso, déjenme marcarme un Belmonte —que llevaba en sus giras taurinas un baúl lleno de libros—, y citar a uno de mis maestros. El 19 de mayo de 1988, el insigne romanista don Álvaro d’Ors impartió su última clase. Dijo: «Si yo tuviese oro, les daría un anillo de oro con esta inscripción grabada: «vales si amas», y esto es lo más importante. Continúa: «amas si sirves», está puesto hacia abajo. Y, finalmente, «sirves si vales». Y entonces queda: «vales si amas, amas si sirves, sirves si vales». Le pueden ustedes dar vueltas al anillo, y que sea un recuerdo para el resto de su vida. El anillo es un círculo virtuoso, inacabable, que nos aclara cosas tan esenciales como qué es el valer (amar), quién ama (el que sirve) y cómo se sirve (valiendo).
Girando demoradamente el anillo d’orsiano, hagamos una redonda revolera reflexiva alrededor de Morante. Que ha amado —a España, a los toros, a la historia, a la belleza— es tan claro como que ha querido servir a lo que ama. Para todo ello ha tenido que valer mucho como torero, como artista.
Los resultados han sido redoblados. Ha puesto el toreo de nuevo en el centro de la conversación pública española. Y sin necesidad de ponerse él a la sombra de ningún otro asunto del corazón o de formar escándalos, por pura tauromaquia clásica, es decir, actual, es decir, eterna. Ha gozado de gran predicamento entre los jóvenes. Morante ha ganado toda una generación (¡treinta años más!) para el toreo. Los ha embarcado en el vuelo de su capote, como quien dice. Con los pies clavados en la tierra, ha parado, ha templado y ha mandado sobre el ferviente entusiasmo juvenil. Tanto, que alguien tan perspicaz como el columnista Luis Sánchez-Moliní escribió que, si la generación de mayo del 68 quiso buscar la arena de las playas revolucionarias bajo los adoquines, la juventud de hoy ha encontrado bajo los adoquines el albero tradicional de los toros bravos. Es una revolución, en el sentido auténtico de un giro de 360º.
En los cosos políticos, Morante también ha toreado por derecho. El primer éxito de Vox ocurrió en Andalucía, contra todo pronóstico, y respondió, en buena medida, al apoyo de Morante a su amigo Santiago Abascal. Aquello logró una conexión con el campo y una apelación transversal que son dos de los pilares más firmes del crecimiento posterior del partido. Morante, por ósmosis y por afinidad selectiva de caracteres, ha transmitido un estilo (véase el puro, véase la osadía, véase el temple, véase el senequismo) a Vox. Prácticamente él solo ha compensado a los artistas de la ceja y ha equilibrado, como mínimo, la balanza política en el mundo de la cultura. Qué quiebro.
Pero nada de esto hubiese sido posible sin los talentos taurinos de Morante. En su primera lección está la última, que nos deja. Su oficio y su arte le han investido de una autoridad que él, generosamente, ha volcado en la defensa de tantas causas justas y, por lo tanto, suyas. Hemos de ser grandes profesionales, en la medida de nuestros dones, cada cual en su albero, para, a partir del prestigio ganado en buena lid, poder sostener posiciones difíciles y arriesgadas a favor del bien y de la belleza. La parábola de los talentos se aplica a este caso tan ceñida como un natural con un pañuelo. Morante podría haberse dedicado a disfrutar de su genio y hacerlo rendir en la plaza, pero ha querido desbordarla. Deja, con una media verónica, una España más honda y con más futuro. La puerta grande se le queda pequeña.

No hay comentarios:
Publicar un comentario