Foto: Philippe Gil Mir'..No hay otro público con el talante democrático del coro taurino. Su evaluación de la lidia puede ser, a veces, generosa, pero nunca injusta. Y como en todo buen orden democrático, siempre entrega su dictamen al veredicto del presidente de la corrida, defensor de los derechos del toro, del torero y del público..'
¿Quién es el público de los toros?
1.- Hace cerca de trescientos años, en los principios de la corrida de toros a pie, nació el público de los toros tal y como es hoy. Por supuesto, los milenarios juegos taurinos siempre tuvieron público. Acudía a las fiestas, primero paganas, luego en honor del santo patrón de la localidad. Pero era otro público. Incluso en tiempos de cuadrilleros capitaneados por un matatoros, los espectadores también eran actores de la fiesta. Los jóvenes bajaban al ruedo cuando les placía. Pero desconocemos cómo era la corrida rural antes de que incluyera la mojiganga o de que introdujera alguna res para ser toreada y estoqueada, esto último debido al influjo que tuvo desde su principio la lidia a pie celebrada en las ciudades. Tampoco sabemos qué pintaba la gente, o el pueblo, lo que ahora entendemos por público, en la corrida caballeresca. Sospechamos que poco. En absoluto tenía las atribuciones que le otorga la corrida moderna. Era un público jerarquizado, compuesto por altos dignatarios, nobles, funcionarios de las Instituciones locales, cortesanos en el caso de Madrid o Valladolid, gente disciplinada que cedía su veredicto a la autoridad, en ocasiones el mismo rey. Y en el caso del rey Felipe IV, en bastantes ocasiones. Sí, por supuesto, también iba el pueblo, mediante el pago de su entrada a un concesionario -este es el origen del empresario taurino-, pero todo hace suponer que su participación era mínima.
2.- Lo que entendemos por público taurino, el coro que participa de la lidia y la condiciona a través de su omnipresente opinión, el coro soberano que dictamina el resultado de la lidia de cada toro con premios rigurosamente evaluados -vuelta al ruedo, oreja, dos orejas, rabo, o bien silencio, pitos, bronca- surge por varios condicionantes, históricos y tauromáquicos:
Primero, El antitaurinismo de los cuatro primeros reyes borbones, con las consiguientes consecuencias. Una, la obligación de montar a la brida y la prohibición de hacerlo a la jineta, edulcora el toreo a caballo en la corrida nobiliaria, lo que da mayor importancia y lucimiento al toreo a pie practicado por los auxiliadores. Otra, la fascinación que ejerce el auténtico riesgo del que torea a pie coincide con un tiempo social y político abismalmente nuevo: el comienzo de la derrota del antiguo régimen y la llegada estruendosa, arriesgada y larga de la democracia, la paulatina decadencia del poder de la aristocracia y su relevo a cargo de la burguesía; y, por fin, la costosa mutación del villano servil en ciudadano con derechos.
Segundo: La corrida caballeresca y el festejo rural eran fiestas, no espectáculos. No producían riqueza, eran un lujo aristocrático o popular. Pero el torero de a pie y su cuadrilla cobran por torear, el ganadero vende la bravura de sus toros, la institución o el empresario que organizan la corrida venden el espectáculo al público. El cambio es radical. Y la creación del mercado, liberadora. Así como Mozart ya no depende de la Iglesia y el Palacio porque vende sus creaciones en el mercado del teatro musical, Costillares ya no es criado en la Maestranza porque vende su toreo en le mercado taurino de la plaza de toros.
Tercero. Durante el siglo XIX tres creaciones suceden a la par. La lidia se termina de codificar en tres tercios, como la había concebido Costillares, y en ellos Curro Guillén impone el protagonismo del matador. A la vez, el varilarguero, que practicaba la suerte a caballo en movimiento, se hace picador y la practica a caballo parado. Paquiro lo incorpora a su cuadrilla y lo pone bajo la dirección del matador. Y Cúchares desarrolla el toreo de muleta, lo que otorga al último tercio ser la conclusión narrativa de los dos precedentes. La lidia queda, por fin, configurada. Y un gran aficionado, Melchor Ordóñez, gobernador de Málaga, redacta y legisla el primer reglamento importante de la corrida de toros.
3.- Pero la conversión de la moderna corrida en un nuevo y deslumbrante género escénico culmina con el papel soberano que otorga al público al convertirlo en coro. Los coreutas son espectadores que intervienen en la acción mediante su constante aprobación o censura. No hay otro precedente de coro taurino que el lejano coro de la tragedia griega -¿25 mil años?-, y su viabilidad escénica se basa en que ambos tienen un conocimiento previo de lo que van a ver. La tragedia versionaba viejos mitos que pertenecían a la memoria colectiva de la cultura popular, y por eso el coro acompañaba al héroe para prevenirlo en su lucha y fatal destino. A su vez, el coro de la corrida, que restaura el primer combate del hombre y la fiera, acompaña al torero en su encuentro con el toro, su destino en el ruedo. La diferencia entre ambos reside en que el coreuta griego conoce la victoria del hado fatal sobre el héroe y, por tanto, le aconseja, le advierte y su participación en el drama es resignada y triste. Por el contrario, la participación del coro taurino es más activa y determinante, porque el planteamiento de la lidia es abierto, conoce el riesgo trágico del torero pero sabe que la acción debe terminar con su triunfo sobre el destino, que es el toro. De ahí que la corrida sea una tragedia con el sino inevitable de convertirse en fiesta. Y lo repito, el toro es una peligrosa encarnación del destino al que se puede y se debe ganar. Por eso, el triunfo del torero no se basa en el hecho de que gane, sino en cómo gane. Y por eso, el coro taurino tiene más atribuciones que el coro trágico y que los públicos de cualquier otro espectáculo. Su posición circular en la plaza le confiere una omnipresencia total, una vigilancia absoluta sobre el toreo. Sus silencios son expectantes, valorativos, despectivos y sus opiniones se funden entusiasmadas con el toreo a través del ole o se transforman en ruido (pitos, broncas) cuando el torero desmerece de la bravura: el coro taurino es ecuánime, solidario con el hombre, su semejante en peligro, y crítico con el torero, si no está a la altura de su papel de héroe, de su condición de artista.
No hay otro público con el talante democrático del coro taurino. Su evaluación de la lidia puede ser, a veces, generosa, pero nunca injusta. Y como en todo buen orden democrático, siempre entrega su dictamen al veredicto del presidente de la corrida, defensor de los derechos del toro, del torero y del público.
Tiene sentido que el coro teatral surgiera en el lejano tiempo de la democracia ateniense y que el coro taurino se forje en paralelo con la lucha por la democracia durante el siglo XIX. Lo que no tiene sentido son las acusaciones de bárbaro y anacrónico que hoy recibe, en España y en América, por la izquierda subcultural, que condena la corrida y a su público sin saber lo que pasa en una plaza de toros.
viernes, 17 de octubre de 2025
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