
'..Las Ventas, en ese día excepcional del 12 de octubre, fue sacudida por un inmenso vendaval de felicidad ante lo acontecido en la arena..'

12 de octubre: el toreo desde la eternidad
Por François Zumbiehl
Normalmente, el arte del toreo y la vida del aficionado fluyen con el peso del tiempo y de lo efímero. Para todo lo contemplado en el ruedo solo quedan los recuerdos con la limitación de su distancia e incertidumbre. Pero, en el Festival para el monumento a Antoñete, el toreo de antaño se hizo presente, con toda su carga emocional a cuestas por el paso de los años.
Fue como una resurrección. Cada maestro volvió, restituido en la esencia de su arte y de su estilo, “tal como la eternidad en sí mismo lo convierte”, según reza un verso de Mallarmé invocando a Edgar Poe recién desaparecido. Ante nuestros ojos admirados desfilaron el minimalismo rebosante de Curro Vázquez, abriendo el capote y la muleta en lo justo para aspirar el deslizamiento del toro; la amplitud de la distancia en el cite, la firmeza del recorrido de la tela en César Rincón, sin olvidar esa apaciguada respiración entre los pases; el aguante seco, impertérrito y mandón de Frascuelo; en el caso de Enrique Ponce la flexibilidad de la muñeca y de las piernas para que todo se desarrolle sin solución de continuidad, una continuidad refrendada por los cambios de mano…
Y luego vino Morante, de lila y oro, para enlazar en la tarde, después del festival mañanero, otro homenaje a Antoñete, ya aludido por Rincón en su estilo, y designado por el brindis al cielo del maestro de La Puebla en su última faena, en la que se pudo vislumbrar en el mismo instante vida, muerte y resurrección. Morante, en pocos lances y pases, alzó la escultura inmaculada de su arte, con su belleza de siempre, pero abriendo también una caja de sorpresas al dar nuevamente vida a suertes de tiempos pretéritos, con el añadido escondido de la verdad, por la cercanía, ofreciéndose al alcance de los pitones. Se nos paró el corazón cuando estuvo muerto, su cuerpo tendido en el centro del ruedo, boca arriba y brazos abiertos. Pero unos minutos después resucitó en las tablas entre sus compañeros que le llevaban, reanudó la lidia interrumpida, y plasmó la esencia de su faena con unos derechazos tan puros como el cristal de un agua bendita, y con una estocada hasta los gavilanes que no necesitó de ningún golpe torpe para que el toro se derrumbara a sus pies.
Lo que siguió, todo el mundo lo conoce. ¿Por qué, también, esa sensación de eternidad no nos abandonó nunca durante la mañana y la tarde? Porque el público de la plaza acogió cada detalle surgido en el ruedo con una gratitud complacida y reconciliada que solo se dará, creo yo, en la Gloria. Las Ventas, en ese día excepcional del 12 de octubre, fue sacudida por un inmenso vendaval de felicidad ante lo acontecido en la arena.
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