
La familia de Sandra, la niña que se suicidó tras sufrir acoso escolar, este viernes frente al colegio en Sevilla./María José López (Europa Press)
'..Una chica que, con sólo 14 años, se lanza desde una azotea para no seguir viva, es porque estaba viviendo el infierno en la tierra. A esa edad, la gran mayoría de cosas maravillosas de la vida todavía no se conocen..'
Satanes con coletas
Rafael Nieto
Una chica que, con sólo 14 años, se lanza desde una azotea para no seguir viva, es porque estaba viviendo el infierno en la tierra. A esa edad, la gran mayoría de cosas maravillosas de la vida todavía no se conocen. Casi ningún adolescente ha experimentado aún, con plenitud, el amor de Dios; tampoco es habitual (en Occidente al menos) saber a esa edad lo que significa ser padre. La adolescencia es la puerta de entrada a la vida adulta, el umbral donde se queda atrás la infancia y afloran los primeros trazos de la personalidad. La etapa de los miedos, las inseguridades y el primer contacto serio con la realidad.
El caso de Sandra Peña ha vuelto a traer a las portadas de los periódicos el recurrente asunto del acoso escolar, que solamente parece interesar a la opinión pública cuando hay algún cadáver que «evidencie» la magnitud del problema. Lo de siempre: acordarnos de Santa Bárbara cuando truena, y sólo cuando truena. Pero por desgracia, son miles los jóvenes que se enfrentan a ese calvario todos los días, la gran mayoría en silencio, tragándose las lágrimas al llegar a casa para que sus padres no noten nada. Levantándose cada mañana con un nudo en el estómago porque saben que les espera en el colegio Satán, multiplicado por varios, y de aspecto infantil.
El acoso (bullying en inglés) no es algo que sufran en exclusiva los más jóvenes; todos padecemos cerca a nuestros propios hijos de puta: en las empresas, entre el vecindario, y a veces hasta en la familia. Pero cualquier padre (y más aún, cualquier madre) sabe muy bien lo que es la adolescencia; niños que se encierran en el baño durante dos horas porque les ha salido un grano junto a la nariz, y «no pueden salir así a la calle». Niñas que quieren estar tan delgadas, tan perfectas, como las cantantes o actrices a las que tratan de parecerse. Y cómo les afecta a todos cualquier crítica, cualquier castigo, incluso cualquier regañina que vaya contra su recién estrenado amor propio.
Los mayores, a medida que vamos teniendo callos en el corazón, aprendemos a mandar a la mierda a quien se pasa de listo, o simplemente nos llevamos a casa las pequeñas frustraciones (el 90% de ellas, caen en lunes) y las digerimos con la serenidad que dan las canas. Ellos no. Una niña de 14 años como Sandra puede pensar que su existencia no vale nada, y que no sirve para nada; puede pensar que no merece la pena vivir, aunque haya vivido tan poco que aún no pueda ni imaginar todo lo maravilloso que le espera. Una niña como Sandra puede, si la rodean otras chicas suficientemente malvadas o envidiosas, llegar a la terrible conclusión de que es preferible estar muerta que vivir en un calvario permanente durante meses o incluso años.
Me irritan profundamente, cuando ocurren estas desgracias, las palabritas de siempre: «han fallado los protocolos anti-acoso«, «la comunidad educativa tiene que tomar medidas«, «hay que acabar con la impunidad«, y otras perogrulladas e idioteces. Con lo que hay que acabar es con los cabrones, tengan 10 u 80 años. A los niños hay que enseñarles en casa a que sean personas de bien, íntegras y generosas, y que vean a los demás como lo que son: nuestros hermanos, hijos de un mismo Dios. Estas cosas no son ni antiguas, ni pasadas de moda; son, simplemente, la manera recta y eficaz de educar a los hijos. El problema es que, en muchos hogares, no hay nadie para educar, porque a los padres les importa más su éxito profesional o personal que tener una prole decente. O echarse una novia nueva con la que sentirse jóvenes.
Sandra Peña se ha llevado a la tumba un sufrimiento, una cruz, que solamente ella sabía cuánto pesaba. Sólo ella supo las lágrimas que derramó y las noches que pasó sin dormir por culpa de un grupo de pequeños satanes con coletas. Sus padres, además de haber perdido a la cría, tienen ahora la impotencia y la angustia de no haber llegado a tiempo para evitar la desgracia tras haber avisado al colegio de la situación. Hoy, todo son lamentos y acusaciones. Pero, ¿van a tomar medidas muchos padres para que sus hijos no sean unos criminales en potencia? ¿Van a seguir dejando la educación, que les corresponde sobre todo a ellos, en manos de terceros, de cuartos o simplemente de nadie? Es éste el asunto principal, y son esas las preguntas que cada padre debería responder.
19 de octubre de 2025
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