El doctor Ángel Villamor explica cómo fue la laboriosa reconstruccción de la clavícula de Enrique Ponce
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Estoicismo y pundonor de Ponce
- Más puede el orgullo de ser torero, su casta y dignidad que están de por medio, antes que dejar que se escape la debilidad y flaquezas de los humillados que evidencian mansedumbre y cobardía.
Por: Manolo Espinosa “El Ciclón”
La fiesta de los toros nos demuestra a través de la historia, que en ella solo caben los hombres que saben poner de señuelo a su vida, y que con un juego hábil suelen engañar a la muerte, porque toda la corrida esta preñada de riesgos mientras el mensajero del infortunio galope una y otra vez codicioso, en busca del objeto o cuerpo del desafiante que lo ciega y que lo atrae.
Siempre se ha dicho: “Que solo se sabe cuando el torero hace el paseíllo, pero lo que no se sabe es como saldrá éste luego de la corrida”: a hombros con un gran triunfo en medio de la ovación del soberano; corneado en un mal momento ya por descuido; por arriesgado al arrimarse demasiado o por defectos de su antagonista, o quien sabe, definitivamente exánime porque dejó rodar como un clavel, el último suspiro en la alfombra de oro teñida por el carmín de sus venas.
Lo único cierto es que luego de caído el último toro, conoceremos el final de este incierto espectáculo en donde la actuación también se cobija, bajo la sombra de la suerte aunque muchos no lo crean.
Aquellos que caen, con sus muslos o sus cuerpos destrozados por el bisturí de diamante que no encuentra oposición a su desplazamiento asesino, marcando tatuajes de siniestras formas en esa pieza frágil del hombre, del torero, no es que por estar heridos se retuercen, muestran gestos de dolor, gimen, se tapan o hacen su teatro, no, al contrario, se incorporan y sin descomponerse cual vela erguida y con fuego encendido, continúan con una sonrisa hasta que termina la lidia.
Más puede el orgullo de ser torero, su casta y dignidad que están de por medio, antes que dejar que se escape la debilidad y flaquezas de los humillados que evidencian mansedumbre y cobardía. Siempre de pie, mientras el lirio en la taleguilla o chaquetilla hecho jirones, va creciendo y apropiándose de todo con el fluir de la tinta de sus arterias, lo mismo que el dolor se extiende en intensidad sin tener respuesta para apagar ese fuego que consume internamente.
Allí, en la monumental de Valencia estuvo el de Chiva, que lleva el nombre de Enrique Ponce, el maestro de mil tardes de colorido, que en un acto de valentía se irguió impelido por su casta, estoicismo y pundonor, para no dejarse vencer por el osado que atravesó con su puñal de acero la figura estética de torero, dejando un surco de destrozos y cavernas que nadie las imagina sino el que vive ese colapso.
Ponce, después de la cornada, puesto de pie, sin mirar lo que ha pasado consigo, observa desafiante a su antagonista, que ha recibido el beso de la muerte con el acero certero de una mano firme y que no tendrá opción a incorporarse porque ha caído muerto, y agradecido por el efecto letal de este final rubricado por el diestro.
Y luego, con paso de fino balletista, del soberano que abre ruta, de su majestad en sus dominios, altivo se dirige en un nuevo paseíllo camino a la enfermería, mientras el público de pie en lances frenéticos vitorean al rey que sin perder compás ni temple, deja escapar una sonrisa de triunfo al recibir las dos orejas merecidas, luego de esta exposición de valentía y honradez sin límites de quien ostenta el cetro de los grandes.
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