Hace unos días falleció, en un hospital cordobés al que fue trasladado desde el monasterio en el que instaló la sede de su Fundación para Jóvenes Creadores y en el que residía tras su puesta en marcha hace ya unos años, Antonio Gala, uno de los grandes nombres de la literatura española.
No es, sin embargo, uno de los escritores que más me entusiasmen -sigo prefiriendo otros estilos: Cela, moderno ya mucho más de medio siglo atrás, pese a que desde hace años esté mal visto y peor valorado; Mendoza, versátil y chispeante; Posteguillo, tan riguroso como ameno; Poveda, Camilleri, que, al contrario que su amigo Vázquez Montalbán, ha conseguido que ni su obra y lectura envejezcan, Manzini, Parks, Lemaitre, Haghenbeck, etcétera-, pero hay que reconocerle muchas cosas. Una calidad extraordinaria en su prosa y calidez en su poesía, pues cultivó con acierto y maestría muchos géneros. Y una inteligencia viva y ordenada que hizo posible todo lo demás.
Tampoco hay que negarle valor, pues el autor manchego se enfrentó a la vida sin complejos ni vergüenzas, y, al contrario que algunos de sus colegas y asimilados, no escondió su gusto por la fiesta taurina, a la que se aficionó desde que, de pequeño, acudió a ver una corrida en Córdoba con su padre y con Machaquito como vecino de localidad, mostrando luego con orgullo un bastón que perteneció a Manolete y que le regaló un aficionado mejicano que poseía aquel objeto y que pensó que en sus manos daría más apoyo.
No fue el taurino tema frecuente en la obra del autor de Anillos para una dama, La pasión turca, El manuscrito carmesí o Petra regalada, pero sí lo aborda, por ejemplo, en algunos artículos o, es otro ejemplo, en su Charlas con Troylo, donde escribió “leo en estos días con frecuencia que las corridas de toros son una vergüenza nacional. (Aquí somos propensos a calificar de vergüenza nacional todo lo que no nos hace individualmente gracia). Y bastantes cartas me piden, apoyándose en mi afecto por ti, Troylo, que escriba denigrando lo que se llamó siempre fiesta nacional, y procure su prohibición. Parece que a la democracia española le ha dado más por proteger a los animales que a las personas”.
De la profundidad de su pensamiento queda reflejo en citas como esta en la que describe lo que es un festejo taurino: “Inmortalizar lo efímero. La emoción estética obra como un buril, y graba en los sentidos y en el ánimo de los asistentes el pellizco que no va a volver jamás a repetirse: un quite, un jipío, el vuelo de una muleta, el mecerse de un palio, los dos dedos de una mano recogiendo la cola de una bata”.
Tampoco le tembló el pulso al explicar a quien no lo entienda cuál es el núcleo del espectáculo taurino: “El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?”.
Admirador y amigo de Morante, al que dejó claro cuál era su lugar: “Tú correspondes al toro en una historia breve y amorosa”, antisemita y judeófobo, como él mismo se definía para enfurecer a extremistas de uno y otro lado, fue definido como “el español que mejor habla”. La entonces Reina Sofía acuñó la frase y en eso tuvo mucha razón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario