Nos había ocurrido una tarde banal, como todas, en una de las primeras novilladas de la temporada en la plaza de Madrid. Un novillero al que nadie conocía, que venía de la comarca de las Cinco Villas en el Ebro, había esbozado, un momento, una serie de naturales con una especie de desmayo que surgían de algún lugar insólito y que no se podía aprender. No recuerdo si esa tarde el aragonés triunfó. Pero alguien más lo había visto, el desmayo, porque al día siguiente ya estaba anunciado en la feria de san Isidro. Eran otros tiempos.
O aquella forma de callar que tenía un muchacho ecuatoriano, que venía del altiplano y que escuchaba en silencio el ruido de la taberna a la salida de los toros con el gesto de quien ya lo ha visto antes y guarda un secreto para sí.
Éste tiene que torear muy bien -comentó un escritor malagueño, que también lo había visto todo.
Así era, en efecto, y tan melancólica intención se nos manifestó otra tarde –un quite interminable, que sin embargo duró un instante– en la plaza de Leganés, en donde las voces resonaban como en un hangar letal. No volvimos a verle. Alguna noticia nos llegó, al cabo de los años, del silencioso ecuatoriano: había sido un quite un día en un coso venezolano; una tarde indescriptible al sur de México; otro gesto en Riobamba, su ciudad al fin, en donde el aire se hace transparente.
O, recordábamos el otro día, aquel mediodía caluroso en una finca al pie del Tajo, adonde llegaba un como olor a agua estancada y fango de un río que sabíamos cercano, pero que no se veía. En medio del tentadero salió a torear una utrera colorada un aficionado serio y perfectamente trajeado, que había permanecido en el burladero hasta entonces. A la primera serie que dio entendimos que aquello era la repetición de un toreo clásico, que se dilataba en el tiempo, y que era imposible guardar, si no se tenía todo ese tiempo encima.
El joven novillero era el hijo, y nieto y bisnieto de una de las dinastías más conocidas del toreo contemporáneo, nos dijeron, y no se podía entender una naturalidad tan compleja, si no se tenía toda esa memoria encima.
Ignoro qué sería de la efímera carrera del solemne novillero, que debutaba por entonces. No sé qué fue de la fortuna, fugaz y engañosa, de los anteriores. Aquí no se habla de ello.
Era de nuevo un gesto, un instante que desvelan el pasado, una memoria que es imposible remedar.
O, en otro lugar, aquella tarde en el aeropuerto de Lisboa, de regreso de una feria de arte –en donde yo me había dedicado fundamentalmente a recorrer las librerías del barrio de la Alta para terminar después en el quiosco del Jardim do Príncipe, desde donde se veía la animación de las calles con un cierto escepticismo. Después de una semana de conferencias y encuentros con galeristas de arte –y asistencia a conciertos bastante tediosos que figuraban en el programa de la feria–, los gritos de pronto y el gesto soez de la pareja de artistas que regresaban con nosotros, dedicados a un encargado de los equipajes. Y que, después de tanta cita literaria revelaban de pronto el barrio atroz y desgarrado del que venían. Y la impostura de su atención, una mañana en el Martinho do Arcada, en donde yo me empeñé en buscar el tedio de Fernando Pessoa entre interminables martinis. Sólo el barrio era real -como reveló más tarde su ruidosa militancia.
Esta mañana, viernes de Cuaresma, el aire movía, atroz, las sábanas y unas telas que cubrían una leñera a la entrada de las casas. (“En ese momento –citó alguien– el velo del Templo se rasgó en dos”). Un día hosco, oscuro, airado. Como un recuerdo apesadumbrado, pensé, de la Pasión, los días oscuros en donde se repite, año tras año, el recuerdo de la Semana Santa. En el bar del pueblo nos habían obsequiado con torrijas. Era un gesto mínimo también que nombraba, un instante, todo el pasado, una memoria inmensa que un gesto revela.
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