UMBERTO ECO Y EL MENSAJE REENCONTRADO
JOAQUÍN ALBAICÍN
Altar Mayor nº 144, Nov-Dic 2011
¿Imaginan ustedes a José Tomás o El Juli retratándose con la proclama de que la corrida bien podría pasarse sin las banderillas, el capote y la estocada? Flaco favor harían a la afición, además de a sus propios compañeros, ¿verdad?
Joaquín Albaicín
Pues así me ha dejado -un poco cazando moscas- el anuncio por Umberto Eco de que se dispone a aligerar en esqueleto y carnes El nombre de la rosa a fin de que la generación de lectores habituada a leer casi exclusivamente a través de la pantalla del ordenador no desista del intento en la segunda página… Leí en su día El nombre de la rosa, y me gustó mucho. Pero no recuerdo, francamente, que se tratara de una novela difícil de abordar en ningún sentido. ¿Que contenía tres frases en latín? Pues mire usted…
No sé, dentro de poco se nos va a exigir a los escritores que compongamos nuestros libros y artículos a la medida, gusto y satisfacción de los analfabetos, de modo que ni siquiera sea necesario saber leer para leerlos. El libro que vale es el que uno puede deglutir mientras nada en el mar o hace pilates, sí señor. Imagino que también los músicos deberán concebir sus obras teniendo en mente, ante todo, las preferencias de los duros de oído y ayunos de ritmo y, los toreros, empuñar la muleta pensando, sobre todo, en que en el tendido puede haber sentada gente que no sepa qué es un trincherazo… Suena, en verdad, un tanto extraño el nuevo concepto de “mejorar una obra” que, desde los departamentos de promoción del mundo editorial, pretende ahora vendérsenos.
Lo mismo estoy tarumba, pero admito que cada día me proporcionan mayor placer, como lector, esos libros que no se pueden aligerar, es decir, que no son susceptibles de “mejora”.
Por ejemplo, El Mensaje Reencontrado (o el reloj de la noche y del día de Dios), que acaba de volver a los escaparates de la mano de Herder. Su autor, Louis Cattiaux, un pintor bohemio que pasó infinitas horas estudiando en la Biblioteca del Arsenal parisina los manuscritos alquímicos de Nicolás Valois, fue de algún modo tocado por la gracia secreta con que el Cielo distingue a veces a los hijos de Adán, y nos regaló una cascada de aforismos inspirados en la tradición del hermetismo cristiano sin parangón –que yo sepa- en el mundo contemporáneo. Obviamente, para leerlo, hay que conocer el idioma, imbuirse de un cierto estado de ánimo, alentar un propósito, no alternar los aforismos con mensajes de móvil, apagar la tele, no ir al volante del coche…
El de la búsqueda de la prosperidad es camino por el que todos, de un modo u otro, transitamos, pero no cualquier sandalia o medio de locomoción son de uso legítimo. Resulta sonrojante que escritores que, como en el caso de Eco, tienen la suerte de gozar de todos los beneplácitos oficiales y sostener la sartén por el mango en la negociación editorial, se bajen los pantalones de este modo, sin respeto alguno ni por su obra ni por el arte que cultivan. Eco ha proporcionado a los editores la coletilla definitiva que necesitaban para justificar tanto la publicación a granel de mediocridades como su condena al ostracismo de tantos manuscritos de calidad: “Aprende de Eco”, se cubrirán a partir de ahora: “¡Calidad y amenidad no están reñidas!”
“En el presente, Dios no juzga ni condena a nadie, pero permanecemos deudores por nuestros pensamientos, por nuestras palabras y por nuestras acciones”, reza uno de los aforismos de Louis Cattiaux. A buen entendedor…
Más que reencontrar el “mensaje” de su obra, Eco lo ha volatilizado. Y, de paso, ha pegado un revolcón de vaca vieja y muy toreada a cualquier autor de veintidós años que, mañana, se presente ante un editor llevando bajo el brazo el original de un ensayo o una novela escritos pensando en ganar, merced al mismo, la aprobación o el interés de quienes saben leer. ¡Un gran logro y un gran paso adelante, sin duda!
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