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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

miércoles, 30 de noviembre de 2011

El Tripartito que acabará con los toros en Madrid / José Ramón Márquez

Un Tripartito acabó con los toros en Cataluña
y otro tripartito podría acabar con los toros en Madrid

El Tripartito

que acabará con los toros en Madrid


José Ramón Márquez

Entre las temporadas de 1843 y 1846 la Plaza de Toros de Madrid estuvo dirigida por un equipo de siete personas, los señores D. Eusebio Caramanzana, D. Antonio Palacios, D. Ildefonso de Salaya, D. Mauricio Rosendo, D. Miguel Zainos, D. Julián Javier y D. Matías de Angulo. Entre 1860 y 1863, la Plaza la gestionó D. Manuel Casalvilla junto con ocho socios.

Hasta 1823 la Junta de Hospitales, su propietaria, había administrado la Plaza pero, en una medida de lo más contemporánea, se decidió que lo que había que hacer para quitarse problemas de encima era lo que hoy llamaríamos externalizar la gestión de la Plaza a cambio de un canon. Aunque hubo épocas como la de 1830 a 1834 y alguna otra en que la Real Junta de Hospitales tuvo que volver a hacerse cargo de la gestión directa del coso por falta de licitadores, lo cierto es que la iniciativa privada es la que ha marcado en Madrid de forma definitiva el devenir de la historia del toreo.

Claro es que los inversionistas que en el XIX tomaban en arriendo la Plaza de Toros no tenían más interés en el coso que el que tendría el dueño de un teatro: vender entradas para ganar dinero y tratar de que el público saliese satisfecho. En aquella época de Señores, para los ganaderos existía aún el honor de la divisa; en aquella época de hombres, para los toreros existía el honor de la coleta. Entonces a nadie se le podía ocurrir que hubiese apoderados ni exclusivistas ni mucho menos personas que al mismo tiempo tuviesen divididos sus intereses entre varios toreros, varias ganaderías y varias plazas, cada mochuelo estaba entonces en su olivo.

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El asunto de Madrid tiene un problema y tres variantes. El problema es el propio pliego, un engendro urdido por el infumable Abella, a quien sus conocidos conocen como Abeya. No es fácil hacer un pliego de prescripciones y el de Abeya lo demuestra. Si el fin que se perseguía era un ‘beauty contest’ entre los licitadores, como el que sirvió para que se despedazasen las telefónicas europeas entre ellas cuando la fiebre del oro del UMTS, debería saber Abeya que las compañías aprendieron la lección, y que las compañías se entienden mucho mejor entre ellas que con el regulador.

La primera variante viene de los propios licitadores. Cada uno tiene sus cuitas: los Choperita son un padre, a quien tantas veces se ha tachado, como a Rajoy, de no ser un trabajador tenaz y ejemplar, y un hijo con las carencias de tantos hijos de grandes hombres. Simón Casas viene tocado del ala de su gestión en Valencia. Se dice que ha pringado un montón de dinero y que necesita de Madrid como el aire para sanear sus números. Toño Matilla lleva en la sombra dirigiendo Madrid desde hace un par de años, las cosas le van bien, pero no quiere el desgaste de estar dando la cara en una plaza tan enrevesada como Madrid. Se mueve mejor en las covachuelas.

La segunda variante es la televisión. La situación del Canal + o como se llame el engendro donde trabaja Molés no es como para tirar cohetes y, por lo visto, pagan mediante pagarés. Dan compromisos de deuda a quien lo que necesita es dinero contante. La televisión es un espejismo, no es el Rey Midas.

La tercera variante son los políticos. El Chino González no quiere un lío con Simón Casas montando una querella, como suele, si no le adjudican a él y, además, hay algo sobre la contratación multimillonaria de José Tomás en el año de su Segunda Venida, que al parecer es un tema que aún no está todo lo cerrado que debería.

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Ante esta situación, con el beneplácito de los políticos, se puede decir que la única solución que dejan es la que se ha dado, obligándoles a entenderse, a buscar una solución de compromiso: Choperitas father and son clavan el palo, Matilla arma el sombrajo y Casas se mete a gatas a buscar algo de sombra. No hay más.
Bueno, queda un extraño y molesto especimen de nulo interés en este cuento que se llama el aficionado, al que se relega, de nuevo, a la obligación de pasar por taquilla y aceptar las invenciones del triunvirato, por lo que la perspectiva de temporada que se abre ante los ojos del sufrido espectador es, simplemente, horrible.

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Un gran empresario llamado Manolo Chopera se inventó la Feria de San Isidro de ganar dinero, no la de D. Livinio. Tomó la Plaza con 4.000 abonados y la soltó con 19.000 (más o menos, que no voy a buscar ahora el dato). Entonces le tildaron de que traía a Madrid búfalos, bisontes, mastodontes, pero ahí están las ganaderías que trajo desde El Puerto de San Lorenzo, cuando eso era de verdad, hasta Murteira Grave, desde los Victorinos de pavor a los Miuras de leyenda. Y el 7, entonces: “¡Fueraaaaa Chopeeeeraaaa!” En el pecado llevaban la penitencia, porque con esta banda de los tres que planea sobre nuestras cabezas, por no tener, no tienen ni rima que echarse a la boca. Hasta en eso era bueno el gran Chopera de cuya obra viven como sanguijuelas todos los que han dirigido la Plaza Monumental de Las Ventas desde entonces, sin haber aportado absolutamente nada sobre la obra que dejó hecha el gran empresario vasco.
A estas alturas, lo único excitante que nos va quedando es apostar por cuánto tiempo se puede seguir ordeñando la vaca de Las Ventas hasta que caiga exhausta.

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